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¿Cómo evaluar el año que termina más allá de lo material?

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31 de diciembre de 2018 a las 05:01

Otro año se acerca a su fin. Es natural que la cercanía del fin de año nos impulse a la acostumbrada evaluación individual o colectiva de logros y fracasos, de pérdidas y ganancias. ¿Cómo evaluar el año que termina más allá de lo material, más allá de si nos fue bien o mal en lo referente al dinero, a la salud física, etc.? Los cristianos tenemos una forma particular de juzgar los acontecimientos de la vida: mirarlos desde la perspectiva de la eternidad. Esto implica algo que hoy no sólo no está de moda, sino que es contracultural y casi revolucionario: considerar atentamente la caducidad de la vida terrena, es decir el hecho capital de que todos nosotros, tarde o temprano, tendremos que morir. 

¡La muerte! La gran proscrita de nuestra civilización secularista, la realidad maldita que de mil maneras se intenta expulsar de la conciencia de los hombres, la ley inexorable que la falsa utopía transhumanista pretende abolir -en un sueño de la razón que seguramente engendrará nuevos monstruos-, el último acto del ser humano, el fin del drama que representamos sobre el escenario del mundo en el papel que nos tocó… Cuando se es joven, es más fácil olvidarlo o fingir que no importa, pero cuando se llega a cierta edad es muy probable que la cercanía de un fin de año evoque de algún modo el pensamiento de la muerte que nos aguarda. 

Ese pensamiento puede ser horroroso o amable según cuál sea nuestra visión del hombre y de la vida. Todo depende de si el hombre tiene o no un fin o propósito último. Si el hombre es un mero producto del azar y la necesidad, un hijo no deseado de la fría Madre Naturaleza, venido a la existencia sin ningún propósito y destinado a la muerte total tras una vida breve, entonces es bastante lógico que odiemos la muerte con todas nuestras fuerzas y que vivamos tratando de exprimir todo el placer que podamos de cada día que nos separa de ese triste fin. Carpe diem. Si no hay un fin último del hombre, una meta absoluta que estamos destinados a alcanzar, entonces tampoco hay un camino apropiado. Al que no va a ningún lugar, cualquier camino le sirve. Como dice Iván Karamazov, un personaje de Fiódor Dostoyevski: "si Dios no existe, todo está permitido". Sin Dios, no hay lugar para la obligación moral objetiva y absoluta, para las normas morales universales.

Esa forma de pensar o de vivir está muy relacionada con el vacío existencial que experimentan tantas personas, y que en no pocos casos se manifiesta con más fuerza en los días no dedicados a la rutina laboral, que suele enmascarar ese vacío. El psiquiatra austríaco Viktor Frankl, creador de la logoterapia, diagnosticó "neurosis dominical" a las personas que dedican todas sus energías al trabajo durante la semana, y a la diversión bulliciosa y el movimiento los fines de semana, a fin de evitar quedarse a solas consigo mismas y de ahogar sus pensamientos. Análogamente, se podría hablar de una "neurosis de Navidad y de Año Nuevo", que afecta a las personas que odian esas fiestas por razones similares.

Ahora bien, si el hombre no es un ser carente de significado, sino un ser creado por Dios (Luz sin tiniebla alguna, Ser Perfectísimo, Amor infinito); si Él lo ha creado por amor, a su imagen y semejanza, para que llegue a ser hijo de Dios y, tras la prueba de esta vida, sea eternamente feliz en una comunión perfecta de amor con Dios y con todos quienes reciben su salvación, entonces todo se transfigura. El mundo es, como dijo el filósofo Henri Bergson hacia el final de su vida, "una fábrica de dioses", y la muerte es la puerta de entrada a la Casa del Padre, nuestro hogar verdadero y definitivo; es "nuestra hermana la muerte corporal", por la que San Francisco de Asís, amante de todas las criaturas, alaba a Dios en su Cántico del hermano Sol. En esta perspectiva, es bueno todo lo que nos acerca a ese fin último dichoso (la bienaventuranza del Cielo) y es malo todo lo que nos aleja de él. La ley moral ya no es una imposición exterior que limita nuestra libertad, sino la ley interior que regula nuestro propio crecimiento como personas. Esta forma de ver la vida produce, en quienes reconocen y acogen el don de Dios, una alegría profunda, que ninguno de los sufrimientos de la vida les puede quitar. 

Se trata ante todo de la alegría exultante de la existencia: dado que somos seres contingentes, seres que, aunque podríamos no haber existido, de hecho existimos, nunca deberíamos dejar de agradecer, llenos de admiración, a nuestro Creador por su primer don gratuito: habernos creado por nuestro propio bien, sin necesitarnos para nada, queriendo compartir su Gloria con nosotros. A ese primer don de Dios se suma un segundo don inmerecido: habernos llamado a ser, no sólo animales racionales, sino verdaderos hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Y aún hay un tercer don de Dios, el más admirable e inmerecido de todos: habernos perdonado y redimido en Cristo, pese a que rechazamos sus dones.

La cosmovisión cristiana que acabo de presentar es inmensamente bella y lo más bello de todo es que es verdadera. Por eso, ¡feliz Año Nuevo! Que el año 2019 sea para todos y cada uno un nuevo tiempo de gracia del Señor. 
 

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