En los primeros años de la Liga Uruguaya de Básquetbol, la época en que los equipos del interior tenían peso deportivo real o directamente existían, el estadio de la ciudad de Paysandú era un hervidero. No importaba mucho si el básquetbol no te gustaba, había que ir a ver al equipo de la ciudad. Era el 2003, se estaba saliendo de la crisis, y si no te quedabas sin entradas en las tribunas te encontrabas con todos: compañeros de trabajo, de liceo, de escuela, el pueblo entero. Pero esa situación particular y pueblerina comenzaba a contaminarse en cuanto al equipo no le iba bien. Ya fuera por una mala racha de partidos o por unos minutos mal jugados –incluso hasta por un libre errado en el primer cuarto– la ira del público reventaba. Dirá que eso sigue sucediendo en las canchas de todo el país. De fútbol y de básquetbol. Y puede ser, pero aquello llegaba a extremos salvajes. Un cambio mal hecho podía suscitar una reacción en cadena que terminaban en dos vecinos cruzando insultos en la tribuna, o en desmanes entre miembros de una parcialidad que, supuestamente, hinchaban por el mismo cuadro. El estadio era, claramente, un lugar para vomitar la ira acumulada.
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