Desde la primera a la última letra, este cuento le pertenece al diputado Luis Lacalle Pou. Cuando me enteré de la existencia del relato, que fue escrito hace más de cuatro años, le propuse al diputado publicarlo en “Historias mínimas”. Lacalle Pou dijo que sí enseguida. La calidad del cuento será juzgada por los lectores. Esta invitación responde, sencillamente, a que son escasos los parlamentarios que dedican parte de su tiempo a redactar otra cosa que no sean discursos o proyectos de ley. Por eso, en estos tiempos en los que se lee poco y se escribe menos, la ficción creada por Lacalle Pou no deja de ser una buena noticia.
“Una cosa es un problema, una discusión con un compañero y otra es partirle la nariz muchacho, no me deja otra alternativa”. Juan Enrique Yangvan escuchaba su sentencia en aquella oscura sala del director en el Liceo Brause.
El “Cabeza de Palangana” como llamaban a Yangvan, hijo de padre japonés y madre criolla había tenido un altercado en el patio con el “Oreja” Caruso, el más malo del grado. Con habilidad por todos sus compañeros desconocida y garroneando por unas milésimas de segundo, el “Cabeza de Palangana” sacó un corto fulminante que terminó con el “Oreja” y su fama en el suelo, y su tabique nasal partido.
Jamás lo volverían a alquilar así como jamás volvería a pisar el Brause. Entró como el “Cabeza de Palangana” y ese frío mediodía de agosto se despedía del liceo con el apodo de “Rompeñata”.
Los días, los meses venideros el derrotero fue muy jorobado, todas las esquinas de Pando conocieron su desdicha camuflada por varias “Patricias” de a litro que compraba en el boliche de Carlos Martulo.
Un día de febrero, cuando cantaba la chicharra a media tarde en la ruta 74 casi llegando a Suàrez, el Rompeñata se sacaba las ganas contra una bolsa improvisada que colgaba de un viejo pino en la casa de su amigo Robert Delgado.
A esa hora, el Churrinche Fleitas regresaba de una comilona con sus alumnos pugilistas. El Churrinche que iba de acompañante en aquel viejo Indio, miraba las largas extensiones de lechuga, tomates, zanahorias mientras rememoraba sus años mozos como sparring de Monzón, durante los años dorados del pugilato en la vecina orilla.
Su intercambio imaginario de guantes se cortó abruptamente cuando vio a aquel japonecito sacudiendo la bolsa con un gancho impresionante.
“El gurí tiene mano pesada” pensó el Churrinche mientras le pedía al Tito, quien iba al volante, que se tirara a la banquina. Los saludos fueron escuetos. El Churrinche casi no podía hacerse entender después de aquel cross en la traquea recibido hacía más de una década. Y “Rompeñatas” Yangvan habló poco de puro desconfiado no más.
Recién esbozo una sonrisa cuando el Churrinche lanzó una combinación de doce golpes contra la ya maltrecha bolsa.
“¿Te gusta el Boxeo nene?” le pregunto sin mirarlo, en medio de la golpiza, el Churrinche al ya boquiabierto japonecito. “Más o menos”, respondió éste. Durante algunos días Freitas relojeó al muchacho, hasta que, convencido de su ojo clínico, invitó al futuro alumno a su rancho allá en la Tumba del Negro, cerca de Suárez.
El asado se estaba terminando y los ojos de aquel asiático criollo brillaban escuchando los cuentos del Churrinche algo exagerados debido al rosado con coca.
Churrinche hablaba y acariciaba a su majestuoso gran danés que inmóvil se entregaba a las brutas caricias de su amo.
“¿Y te animas a extrenarme?” No sé botija, hay que aflojarle a la noche y a la birra, mirá que en esto no alcanza con ser guapo, hay que entrenar duro.
Por primera vez en la vida Juan Enrique, el antiguo “cabeza de palangana”, tomó algo en serio y a conciencia.
Antes de hora, ya estaba poniéndose las vendas usadas que le había regalado un jugador del Cinco Esquinas; siempre ansioso por aprender. Su locura era el punching ball; con asco pero con esfuerzo hizo los abdominales.
Una tarde el Churrinche, viendo que su pupilo mejoraba, lo invitó al L'Avenir donde decenas de muchachos de su edad entrenaban día y noche. Durante las primeras dos semanas, aunque “Rompeñata” insistía, no lo dejó subir al ring.
Llegó el día en que el “Queso” Abon, un negro grandote de más de ciento díez kilos, cuyo momento de éxito habían sido tres rounds en Salto, necesitó un sparring.
Esta vez sí, más rápido que ligero el japonecito saltó el ring. Fueron rounds de hacha y tiza; los tuvieron que separar con tenazas.
Despuntaba el año 98 cuando “Rompeñata” pechó por primera vez contra un gurí de Montevideo apodado la “Vieja” (por su extraña forma de trotar encorbado). El pleito duró unos segundos. Aquel gancho que tiraba en la bolsa casera impacto fuerte en el mentón de su oponente y el “Rompeñata” obtenía el primero de sus triunfos.
Una docena de combates pusieron a nuestro personaje en la pelea por el titulo Uruguayo de peso mediano. Era tal el fanatismo que había despertado en Pando, que el espectáculo se desarrollo en la explanada frente a Yerba Canarias, entrada gratis, imagínense, de arriba igual un rayo. Para quienes pudieran o quisieran, unos veteranos vendían unos bonos colaboradores para la Asociación de jubilados de la Ciudad Agro Industrial y Comercial.
El combate de fondo, por todos esperados empezó a la hora programada. A las 9 de aquella noche abierta, llena de estrellas, subió al ring el locatario, nunca tan ovacionado, Juan Enrique “ Rompeñata” Yangvan y un muchacho de la capital, Rafael Leopoldo “ Panza de Piedra” Pérez, famoso por cansar a sus adversarios a base de clinch.
Corto va, gancho viene, cross va, recto viene, durisimo. El Churrinche no paraba de animar a su pupilo, en vano, ya que su escasez de voz y el rugir de la popular no dejaban a “ Rompeñata” escuchar nada.
En el décimo asalto, Yangvan tenía a “Panza de Piedra” contra las cuerdas, el entrenador vacilaba con la toalla en su mano. Un buen golpe mas y Pando tenia a su campeón. Pero la historia esta hecha de momentos, de minutos, de segundos y el que vamos a relatar fue uno de esos cruciales.
Se preparaba Yangvan a sacar un cross de zurda, y justo en ese instante, desde la tribuna, ¿ cuando no? a un “vivo”, se le ocurrió gritar: “¡Vamo arriba cabeza de palangana!”
La mente de nuestro púgil retrocedió a aquellas horrendas jornadas donde era el hazme reír del Liceo. Y así como quien no quiere la cosa, bajo la guardia.
A “Panza de Piedra” se le podía dar cualquier cosa menos medio metro para sacar su golpe preferido, dicho sea de paso, nada ortodoxo.
Aquella panadera lo durmió, se le apagaron los ojos, se le taparon los oídos a Yangvan.
Las luces de Pando se apagaban y la poca gente aun despierta masticaba su furia y desazón en las casas. Dos siluetas se alejaban cruzando el puente sobre el arroyo Burro Muerto rumbo al Talar. Uno de ellos era aquel director del Liceo que tuvo que expulsar a Juan Enrique Yangvan y ahora era su fan numero uno. Con los dientes apretados se alejaba despacio mientras murmuraba: “era guapo el japonesito”.
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