Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

A la presidencia con un tweet y una pelota

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02 de junio de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie

A la presidencia con un tweet

En mi última carta aludí a cómo la tecnología nos induce a olvidar las distancias que nos separan y desestimar las diferencias que hacen a la circunstancia de cada uno, dificultando así, la comprensión justa y necesaria de las razones y motivos de ese otro con quien dialogamos. 

Le confieso que esta semana he pensado mucho en usted, tratando de imaginar cómo sería su vida en Oxford junto a María y sus hijos, de quienes, dicho sea de paso, aún no me ha contado casi nada en sus cartas.  También lo vislumbré deambulando entre los anaqueles de las bibliotecas del Trinity College, en una especie de soledad enamorada. Pero no la cursi que canta Ricardo Arjona, ni la de quien quiere evitar estar mal acompañado. No; la soledad en la cual lo imaginé es la de aquel que estando solo, se siente, sin embargo, en buena compañía.  
Convengamos que la soledad es una moneda harto devaluada. Cualquiera diría que hemos empuñado la sentencia de Aristóteles (“El hombre solitario es o un dios o una bestia”) para convertirla en ley primera de las costumbres humanas.  Sin embargo, seguro que al Estagirita se le pararían los pelos de punta al comprobar lo mal interpretada que es hoy en día su máxima. 

Pero volviendo a mis elucubraciones respecto a sus quehaceres en la biblioteca de la Universidad de Oxford, le confieso que sentí un poco de “envidia sana” (si es que realmente se puede admitir la posibilidad de semejante extravagancia), porque presumo que su profesión de bibliotecario lo exime, más que ningún otro oficio, de la absurda necesidad de estar conectado. Los libros son unos de los más obstinados contrincantes de las redes sociales, que vienen ganando la pulseada con cuantiosa ventaja…

Atando cabos –o uniendo puntos, al estilo Steve Jobs- se me ocurrió que, más que nadie, los políticos deberían procurar estar más sumergidos en libros y menos disipados en las redes sociales.  Esto, no sólo por lo que afirmó John F. Kennedy, “Si hubiera más políticos que supieran de poesía, el mundo sería un lugar mejor”. También, y para esbozar un argumento más marketinero, porque de esta forma evitarían esa sobreexposición personal a la que se condenan voluntariamente cada vez que publican un tweet,  un mensaje de whatsapp o se sacan una foto en Instagram o Facebook. 

Estoy segura que ya conoce la célebre expresión de Eleanor Roosevelt: “Las grandes mentes debaten ideas, las medianas discuten hechos, mientras las mentes pequeñas hablan de personas”. Y si bien de todo hay en la viña del Señor,  en las redes sociales lo que abunda es el afán de chusmerío.  Basta con navegar un rato en Twitter (la red social par excellence de los políticos hoy) para constatar la ingente cantidad de argumentos ad hominem (tan propios de las mentes pequeñas que reconoció Roosevelt) que abundan por esos lares. 

A finales de este año se celebrarán las elecciones presidenciales aquí en Uruguay, y la campaña política está, como es de imaginarse, en pleno apogeo. Hablando de circunstancias, sospecho que cuando se trata de contiendas políticas es más o menos lo mismo en todas partes: para ganar votos hay que estar en las redes, y es muy improbable que idea alguna quepa en 280 caracteres.  Entretanto, pululan denuncias de noticias falsas publicadas en redes sociales. Mas, sin desestimar la reprobación categórica que ameritan las fake news, para estos casos sí que aplica el conocido proverbio: la culpa no es siempre del chancho sino de quien le da el afrecho… 

Como bien dice Byung Chul Han: las redes sociales, catapultadas como espacios de libertad de expresión, son en realidad cárceles en las que nos encontramos a la vez capturados y expuestos. Debemos exhibirnos para ser (parecer, afinaría Han) arriesgándonos a un sinnúmero de clicks que juzgan, para bien o para mal, lo que allí dejamos ver. No nos quejemos, pues. 

En el enjambre digital, la ilusión es la conexión. Y la soledad, que potencia el pensar ponderado y crítico, permanece tras bambalinas, proscrita por la obsesión de escenificarlo todo para que sea advertido y ponderado en el frenético mercado de oferta y demanda. Entretanto, la actitud de pudor y distancia, tan necesaria para la comunicación auténtica,  genera tanta ansiedad que más vale conectarse rápidamente al whatsapp.  

Como bien dice Byung Chul Han: las redes sociales, catapultadas como espacios de libertad de expresión, son en realidad cárceles en las que nos encontramos a la vez capturados y expuestos.

 

Una pelota en el barro

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford
Querida Magdalena

Debe usted saber, y quizás también nuestros lectores, que no poseo en grado mínimo ni la serenidad, ni la concentración, ni la aplicación virtuosa al trabajo, ni la inteligencia, ni el orden necesarios para llevar adelante muchas de las tareas que, sin embargo se me han encomendado inequívocamente. Debo esforzarme mucho para no caerme del acogedor promedio. En el campo de batalla de la realidad, una y otra vez mi lanza se ha quedado corta y, en consecuencia, mi cadáver ha sido atado a diversos carros y arrastrado alrededor de las murallas -con las molestias que cabe imaginar. Me identifico con aquella poderosa intuición de Charles Péguy -“nous sommes des vaincus”-. Sí: también yo soy un perdedor -quizás uno que escribe cartas y cocina un buen pan de centeno.

Si conoce usted -como creo- algo de la Gran Historia del Fútbol (notre petite Iliade à nous, les modernes), quizás recuerde aquella tragedia del forward uruguayo, Juan Alberto Schiaffino que se narraba en los documentales de la BBC de mi infancia, siempre en la proximidad de algún Mundial. Si no me equivoco, ésta que le menciono sucedió en el de Suiza, en 1954. Schiaffino acababa de entrar en la memoria eterna del fútbol, cuatro años antes, como autor de uno de los dos goles de la final del 50, en Maracaná. Pero hasta Aquiles tiene sus momentos oscuros, y aquella tarde, en la semifinal que su selección (la Celeste) disputaba contra Hungría, después de remontar un 0-2 inicial y empatar el partido, Schiaffino tuvo en sus manos (pies) la victoria. Pero, debido al mal estado del campo, su puntapié rasero no fue suficiente para que la pelota entrara en la portería húngara. Giró unas cuantas veces sobre sí misma, buscando su destino… pero se quedó de este lado de la gloria. Y Uruguay no pasó a la final (quizás fue también su primera derrota en un Mundial de fútbol).

He pensado muchas veces en esa pelota. Sospecho que la imagen en primer plano, que recuerdo con nitidez, es un mero producto de mi imaginación infantil, o un artístico insert de algún editor de la BBC sobre el metraje original del documental. Pero la imagen es clara: el cuero mojado y sucio, reflejado en un pequeño charco, con las costuras rústicas, un tanto manieristas. Y una luz pálida y pesada, como de patio de prisión, sobre “una realidad que se niega a sí misma y se convence de que nunca ha existido”, ni siquiera en el momento de su obstinada desobediencia al mandato del genio que le había ordenado buscar en el fondo de la red su posible eternidad.

Quizás me he dejado llevar por el romanticismo pero, sin forzar mucho las cosas, estimo que esa pelota me representa bastante bien. Porque -como señalaba Kant para lo real y lo posible- si bien lo pensamos, en nada se distingue una pelota mojada que entró en el arco, de otra pelota mojada que se quedó en el barro. Y eso hace que un bibliotecario inglés sin especiales talentos pueda ser imaginado con cierta grandeur, como alguien no del todo incompatible con estos lugares de apacible belleza y silenciosa madera, donde han venido a leer tantos antepasados ilustres. 

Pero, si los demás pueden imaginarme como les plazca, yo tengo el deber de no perderme en fantasías. Nadie debería permitirse engañarse a sí mismo, pero a medida que se avanza en la edad, hacerlo sería cometer una estupidez sin ventaja alguna. Ahora es muy tarde, aquí en Oxford, y no podré verificarlo como convendría, pero creo que es Dickens en Grandes Esperanzas el que dice algo así como que todos los estafadores de la tierra no son nada comparados con el que se engaña a sí mismo. Como siempre, me resulta fácil identificarme con las afirmaciones de un genio.

Hablando de fútbol, disfrutemos de esta maravillosa víspera donde es posible esperar que el Liverpool y el Tottenham nos regalen un espectáculo que valga la pena en la final de la Champions. ¡Y que ninguna pelota se quede en el barro! 

 

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