Siempre me da mucha alegría cuando aparece en una historia un buen personaje secundario. Alguien que no estaba destinado a la grandeza del momento, que quizás estaba de paso y al que nada parecía destinar a la gloria, pero que, como el malevo del tango Malevaje, luego que se desencadena el drama, brilla en la acción. Inolvidables secundarios son, por ejemplo, Tito Borjas en Amsterdam, el obispo de Digne y Éponine en Los Miserables, el Capitán Renault en Casablanca, Sam Sagaz en El Señor de los Anillos, o Madame Bonacieux en Los Tres Mosqueteros. En las películas es extraordinario observar a los actores de reparto que encarnan a los personajes secundarios. Cuanto más secundario el personaje, más extraordinario resulta observar al actor: las ganas que le pone, el entusiasmo y, en general, el talento, para que aquellos microsegundos en los que entra y anuncia que la cena está servida, sean dignos de la vida eterna.
Los que aman el cine más antiguo recordarán quizás aquella comedia, Shall We Dance, en la que Ginger Rodgers y Fred Astaire se casan solo para poder divorciarse y que la prensa del corazón los deje en paz. Durante la noche de bodas, el conserje del hotel, interpretado por el actor británico Eric Blore, se debate en un dilema moral: si, dada la incierta situación, debe o no darle las llaves al novio para que acceda al cuarto de la novia. Sus intervenciones no deben de sumar ni dos minutos en total, pero concentran varios de los mejores momentos de la película.
Una vida como la de Eric Blore es un ejemplo de humildad. Ese dejar la piel en el plató, una y otra vez, tan maravillosamente, pero no ver jamás su nombre en las marquesinas, ni su foto en el póster. Y estar en paz con que Ginger y Fred se lleven toda la gloria en las nueve películas que hizo con ellos.
Una buena película no sería lo que es sin los actores de reparto pero, ¿lo saben ellos? ¿O están tan concentrados en hacer lo que tienen que hacer que no tienen tiempo para pensar en esas cosas? ¿Son así de magnánimos?
Si bien mantenemos la hipótesis de que, de este lado de la vida, no existe la justicia perfecta (o ni siquiera la justicia a secas), a veces hay pequeños movimientos que restablecen el orden debido de las cosas. Como en aquellos pequeños, pero decisivos momentos en que el personaje principal cae bajo el peso de su debilidad y le toca al secundario hacer hazañas que no estaban en el guión original. No nos engañemos: ni siquiera entonces el personaje secundario recibirá la gloria que se le debe, pero al menos sabremos, en nuestro fuero interno, quién es quién. Y tendremos en cuenta que cuando los figurones fracasan, son a menudo los pequeños secundarios los únicos que hacen lo que hay que hacer -ahorrándonos, además, toda la angustia impostada de los principales.
Luego, con tiempo, cuando todo ha pasado, después de ese momento en que todos han fallado -pero no nuestro personaje secundario-, si miramos hacia atrás, podemos ver en él, de modo constante, los rasgos que lo destinaban a ser la pieza fundamental de la historia: su callada valentía, su voluntad de ir adelante, su profunda bondad, su humildad. Y vemos también todo lo que estaba destinado a fallar en el principal: su temeridad sin fundamento, su vanidad secreta, su falta de peso.
Quizá la diferencia entre uno y otro está en la intención. Pues mientras el principal busca su propia gloria, el secundario hace lo mismo solo porque pasaba por ahí y no había nadie más que pudiera hacerlo en su lugar. Sabe muy de cierto que, de haber habido alguien más, nadie lo habría elegido a él. Nadie. Y que, si hubiera dependido de él, jamás habría elegido pelear esa batalla. Recuerda a veces aquello que escribió Kafka: “La gloria de ser reconocido marea demasiado, como para no sentir a la mañana siguiente cierto arrepentimiento”.
Me parece comprender ahora mejor lo que diferencia al insoportable protagonista del amable personaje secundario. El primero es una necesidad de la sociedad de consumo, del Star System; una construcción de afuera hacia adentro.
El secundario, en cambio, con su humilde brevedad, pero también con su afán por hacer bien las cosas más pequeñas, está ahí para nosotros. Como una metáfora del valor de nuestra vida sin créditos, fuera de los pósters y de las marquesinas.
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