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Américo Signorelli: “Me hice hincha de Peñarol en el clásico del ’49”

Marcó una época como el primer vestuarista del Uruguay; no le gustaba el fútbol, pero se hizo manya y tiene mil anécdotas y recuerdos
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04 de marzo de 2019 a las 05:03

“Pasá, fiera”, dice Américo Signorelli. Tiene 84 años pero aparenta bastante menos. Es uno de los íconos periodísticos que aún quedan luego de más de 50 años de trayectoria y es hincha de Peñarol. Entiende que está mal que algunos padres hagan socios a sus hijos de determinado club antes de que estos nazcan.

Nació sordo de su oído derecho y creció en un conventillo que había en 18 de Julio casi Pablo de María. Su padre jugaba en Charley y pasó a Nacional nada menos que con Perucho Petrone, un histórico tricolor y del fútbol uruguayo que con la celeste fue campeón del mundo en 1924, 1928 y 1930. Allí en los albos jugó siete años.

“Vi cosas que no me gustaron. Mi papá no era un fenómeno a la altura de Petrone, pero cuando se murió, lo velamos en casa de mis tías y me dolió que Nacional no mandara ni una flor”, dice.

Iba a la Escuela Perú que en ese momento quedaba en 18 de Julio y Juan Paullier. Al lado vivía el político Domingo Tortorelli, todo un personaje de la época quien tenía propuestas como instalar canillas de leche en las esquinas o construir calles y rutas en bajada para ahorrar nafta. También techar el Estadio Centenario. Daba los discursos desde el balcón de su casa y cuando veía a Américo a diario, lo saludaba. “Era un loquillo de la vida y yo me quedaba loco de la vida cuando me saludaba”.

Recuerda su relación con su padre y que le quería demostrar “que había jugado en Nacional. Me llevaba al Parque Central”. También se llamaba Américo y cuando las cosas no estaban bien en lo económico, primero tuvo un puesto de frutas y verduras y luego trabajó de cartero. En la parte de adentro de la gorra, tenía pegada una foto de Atilio García, su ídolo, y cada vez que los albos ganaban un clásico, saludaba a todos mostrándole la gorra.

A diferencia de su padre, a Américo no le gustaba el fútbol. Era más de tomarse el tranvía 30 o el 51 y de irse a Maroñas. Le encantaban las carreras de caballos y también se considera timbero. “¿Sabés lo que era estar al lado del Cotorra Míguez hablando de a qué caballo le jugábamos? No tenía precio”. Y recuerda: “Al fútbol iba, pero no me gustaba. Iba a ver las cabinas de los relatores. No era hincha de nadie”, recuerda.

Pero un domingo de 1949, por la mañana, se fue a la pista de atletismo. Corrían el argentino Gerardo Bonhoff –quien venía de participar en los Juegos Olímpicos de 1948 en Londres–, Juan Jacinto López Testa, Hércules Azcune y Walter Pérez, entre otros. Eran los 100 metros llanos y este último ganó.

“Llovió y me fui al estadio porque mi tío trabajaba en CAFO y me hacía entrar gratis. Jugaban Peñarol y Nacional. En el segundo tiempo, Nacional no entró a jugar, se retiró en lo que se recuerda como el clásico de la fuga. Ese día marcó un antes y un después en mí. Sentí el fueguito por primera vez. Vi que el manyaje estaba loco de la vida. Yo no era feliz y esa alegría me contagió. Así me hice hincha”.

Trabajó de todo lo que pudo y siempre faltaba dinero. “Fui un busca, tuve más de 20 laburos”, cuenta. Vendió libros por la calle, fue ayudante de sastre con su tío, limpiador. Admite que tiene una relación especial con Dios. “El flaco es mi amigo. No soy católico del cura, pero el flaco y yo hablamos todas las noches. Le cuento que extraño a mi señora que se fue con él. Y un día, el flaco me dejó a Heber Pinto ahí, al lado mío. Yo quería trabajar de periodista y él fue a comprar cuatro camisas”, dice.

Entonces, en aquel 1962, se las ingenió para llevárselas personalmente a Radio Oriental porque él tenía defectos en las mangas, entonces le contó su idea. Había escuchado a Radio O Globo de Brasil que hacía notas en los partidos. Le planteó la idea a Heber Pinto para tratar de emparejar el rating que se lo llevaba Carlos Solé entonces.

Pero un amigo le contó que a Heber le gustó la idea, pero que no lo iba a llamar a él. Entonces volvió a verlo: “No me traicione, Heber. Esto es mi vida”, y así empezó una carrera notable como el primer vestuarista uruguayo.

La primera vez que fue al vestuario de Peñarol, pidió para entrar y lo atendieron Manolo Facal y Jorge Delgado padre. Pidió por Tito Goncálves y el histórico capitán aurinegro apareció. “¿Puedo estar acá en la puerta?”, le preguntó Américo. Y el vozarrón de Tito retrucó: “¡En la puerta, no! ¡Usted entra! ¡Pero esto es un templo!”. Américo dice que “así empezó mi amor por Peñarol, más allá de lo que había pasado en 1949”. Con Tito forjó una amistad de años y lo lloró mucho en su velorio.

Sin embargo, no todas eran buenas. Es que Heber Pinto lo tomó como vestuarista, la cosa iba muy bien, incluso lograron alcanzar en un momento a Solé cuando este ya veía muy poco y por su manía de no querer usar anteojos, se equivocaba mucho con los nombres de los futbolistas en su última época, pero no veía un peso.

“Heber nunca me pagó un peso”, dice Américo. Y agrega: “Yo me quería casar, pero no ganaba nada. Entonces me llevó a la empresa Lamas-Garrone a vender maquinaria agrícola. ¡Maquinaria agrícola, y yo no sabía ni lo que era un auto en aquella época!”.

En 1966, luego de que el aurinegro ganara la Copa Libertadores ante River fue a una fiesta de los jugadores en un restorán. Se había cortado el pelo y cuando Tito lo vio, le gritó: “¡Qué se hizo en la cabeza! ¿Es un hombre? Vaya y sáquese eso, si no, no entra”. “¡Me hizo lavar la cabeza porque tenía mucha gomina!”, recuerda con una sonrisa.

Más allá de esto, los mejores recuerdos que tiene con Peñarol son “los goles de Bengoechea y Tony Pacheco. Me llegaron al corazón. Estaba en la platea trabajando y los gritaba. No se tenía que hacer eso”.

Américo cuenta que lo más completo que vio fue “el equipo de Peñarol de 1966, incluso más completo que La Máquina de 1949”.

Consultado sobre cuál fue el rival más difícil que él vio contra el aurinegro no duda. Recita de memoria los 11 jugadores de Nacional de 1971 y nombra al Pulpa Etchamendi. “Fue un cuadro de hombres”, indica.

Para él, “Cataldi fue el mejor dirigente por su don de gente”, aunque reconoce que Restuccia –presidente de Nacional–, “era un fenómeno, pero no me bancaba porque era manya”.

Una vez, trabajando como secretario de prensa de la Mutual, recibió en la sede a Luis Artime, el artillero tricolor. Este le pidió su número telefónico por si tenía que hacerle una consulta. “No tengo teléfono en casa”, le comentó Américo. “¿¡Cómo!?”, le preguntó el notable goleador argentino. Entonces pidió prestado el teléfono de la Mutual, llamó a Restuccia –en ese entonces, en un puesto alto de UTE que era la que daba las líneas telefónicas antes de la fundación de Antel y en una época en la que había lista de espera para poder conseguir una– y le pidió un número para el periodista. “A ese manya no le doy nada”, le dijo el titular de Nacional. Pero Artime lo convenció y al otro día le colocaron el teléfono en su domicilio. “Era verde clarito. El número: 296234”, recuerda.

Este hombre que trabajó además con Víctor Hugo Morales –“el mejor de todos”– y con Carlos Muñoz en su apogeo, admite que hoy es feliz, a diferencia de cuando era adolescente. “¿Sabés lo que lloré acá solo cuando nombraron a mi hijo Marcelo técnico de la selección de básquetbol? Fue un orgullo”, dice aunque consultado aclara que le dolió lo que sucedió para que se tuviera que ir.

A Víctor Hugo Morales lo fue a buscar a la Onda en la Plaza Cagancha cuando vino por primera vez a Montevideo para llevarlo al Estadio Centenario. Después lo llevó de vuelta para que retornara. “Si relatás como lo hiciste hoy, vas a ser un fuera de serie”, le comentó.

Este hombre que dice que es un “busca”, tuvo que encontrar otros trabajos para poder subsistir. Es que lo que ganaba en la radio no alcanzaba. Por eso, durante muchos años trabajó en automotoras y en una de ellas, tuvo como jefe nada menos que a Eugenio Figueredo, expresidente de la AUF y la Conmebol, quien estuvo implicado en el FIFAgate.

De Figueredo tiene un gran recuerdo. “Eugenio era un fenómeno. En sus labores en la automotora era muy bueno”, explica.

También recuerda quiénes fueron una especie de ídolos en Peñarol y los enumera: “El Cotorra (Míguez), (Juan Eduardo) Hohberg, Tito Goncálves padre –te enseñaban modales– Tony (Pacheco), Pablo (Bengoechea), el Vasco (Aguirregaray, padre)…”.

Entonces hace una pausa y le cambia el rictus de su cara. Porque va a hablar del máximo goleador en la historia de Peñarol y del fútbol uruguayo: Fernando Morena.

“Fernando fue un grande, un tremendo jugador. Me gustaba mucho cuando se colgaba del tejido para festejar sus goles, era inolvidable”, dijo. Pero hacía ver que se venía un “pero” en el diálogo.

Y se vino nomás: “Pero tuve un pequeño altercado que quedó en un mal recuerdo. Yo trabajaba con Víctor Hugo y nos escuchaba todo el Uruguay en ese momento. En aquella época, nosotros entregábamos un premio después de cada partido al mejor futbolista y ese día había sido Uruguay Píriz. Fernando se había peleado con Víctor Hugo porque había escrito cosas bastante fuertes de él, entonces el ambiente no era el mejor. Pedí para hacer la nota con Uruguay Píriz y le puse los auriculares. Cuando empezó la nota con Víctor Hugo, alguien le fue a avisar a Morena y Fernando vino y le sacó los auriculares a los gritos y se terminó la nota. Me dolió mucho. Nunca me había pasado una cosa así. Con el tiempo, la relación se arregló”.

Sus frases siempre tienen algo de lunfardo y mucho de calle. “El vestuario es un confesionario, es como una iglesia y eso lo aprendí, primero en el de Peñarol. Los jugadores pueden llegar con problemas en la casa, no pueden pagar el alquiler, no cobran, le cortaron la luz, algunos tienen problemas con sus hijos. Son 18 o 20 voluntades que uno no sabe para donde pueden agarrar. Los utileros y masajistas son los que más confianza con ellos logran y hablan mucho. Son grado 5 de la calle”, señala.

Y dice que es un admirador de los jugadores. “Varias veces recorrí Sudamérica y fue gracias a los jugadores de fútbol. Al periodismo le debo la vida”.

Cuenta que Hugo Bagnulo –técnico del Peñarol de 1982 campeón de América y del mundo y de varios Campeonatos Uruguayos– lo marcó para toda la vida. “Yo le había hecho una nota a un jugador de Nacional que no había sido figura. Cuando salí me crucé con don Hugo que había ido al estadio solo para pasar el rato viendo un partido. Me llamó y me dijo: ‘Venga por favor. Recién lo escuché. ¡Hágale notas al que mete el gol, pero al que no mete el gol, no le haga nada. Déjelo tranquilo, él sabe que ha jugado mal!’”.

Una de las anécdotas que lo pintan entero como periodista sucedió siendo ya veterano en Maracaná por las Eliminatorias para Estados Unidos 1994. No lo dejaban entrar a la cancha. Entonces vio “a un hombre con un gorro y un lampazo que estaba en el césped. Le di US$ 13 que era todo lo que tenía en el bolsillo para que me diera su ropa y pude ingresar a la cancha a hacer notas”.

Sus nietas Valentina y Paulina son su alegría de vivir. Dice que el barrio Unión le enseñó a caminar por la calle, a conocer los códigos. Se acuesta todas las noches del lado de su oído sano “con la cantora en el medio de las almohadas, escuchando tangos”. Y siempre lleva a Peñarol en el corazón.

 

UN DÍA MUY TRISTE
Se terminaba el año 2016. Faltaban pocas horas. Era el 29 de diciembre y una noticia conmovió al ambiente futbolístico todo en el Uruguay: había fallecido Néstor “Tito” Goncálves, uno de los ídolos más grandes de Peñarol en toda su historia e integrante de la selección uruguaya en los Mundiales de Chile 1962 e Inglaterra 1966.
Tito ganó todo con Peñarol: nueve Campeonatos Uruguayos,  tres Copas Libertadores, dos Copas Intercontinentales y la Supercopa de Campeones.
Con Américo tenían una relación muy especial. Una vez, el periodista le fue a llevar a su casa un premio y llevó a su hijo Marcelo –hasta no hace mucho, técnico de la selección celeste en básquetbol–. Cuando se iban, el niño se enganchó un dedo con la puerta del auto. Tito lo consoló, lo vendó y lo ayudó para que se le fuera el susto primario que había tenido.
Por eso, Américo lo lloró en el Estadio Campeón del Siglo ese mismo 29 de diciembre. Se hincó sobre el féretro y allí rezó.
“Fue una persona muy especial para mí. Un tipo fuera de serie dentro y fuera de la cancha. El gran capitán de Peñarol”, recordó.

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