Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Con mucha manteca y la mujer en la cocina del poder

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10 de marzo de 2019 a las 05:00

De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magadalena:

Con mucha manteca y mucho queso 

Nuestra discusión de la semana pasada, me dejó un sabor amargo en la boca. La apología del café sin azúcar que usted acometió en su columna, y el hecho de que mi mujer se adscribiera a las tesis allí expuestas, me hicieron comprender los límites y posibilidades de la ironía, tanto en las discusiones filosóficas como en la vida conyugal.

Luego, además, me quedé pensando hasta qué punto, no sólo el café, sino la comida en general, la gastronomía y la cocina, han pasado a formar parte de nuestra cultura. Y cómo, donde antes un bibliotecario como yo citaba a Homero y una profesora como usted citaba a Nietzche, hoy se ve normal hablar de los huevos revueltos de Gordon Ramsay o del puré de patatas de Joël Robuchon (este último, sin lugar a dudas, el mejor que yo he probado).

Como muchos varones de mi generación, me he liberado yo también del corset en el que me tenía aherrojado el Matriarcado Dominante, y me he permitido entrar en la cocina donde paso -casi siempre en buena compañía familiar- momentos de enorme felicidad cocinando esto o aquello, e incluso lavando los platos. No deseo aburrirla con detalles no solicitados pero creo que, después de muchos años de hacer el ridículo y cosechar vergonzosas derrotas, he llegado sobre todo a ser un panadero razonable. Juzgo que mi pan de fermento (con levain de centeno),  es, asintóticamente, aquello con lo que se sueña cuando, en momentos de inocencia, se cierra los ojos y se piensa en la palabra pan. Es decir: el plato principal entorno al que puede construirse cualquier comida, y sin el cual no puede construirse ninguna.

El contacto continuado con el pan desarrolla en los panaderos -y me apresuro a decirle que, al igual que en la Filosofía, no existe la categoría de panadero amateur- una particular conciencia del enorme valor de lo simple y de lo austero. Haciendo pan se comprende que con un poco de harina, agua y sal -en la leyenda del profeta Eliseo se menciona también un poco de aceite- se pueden hacer milagros. Y que es muy poco lo que de verdad se requiere para poder vivir. 

Un panadero, por deformación profesional, se rebela siempre un poco en su interior contra esa gourmetización de la vida que es tan característica de estos tiempos. Intuye o sospecha que -tanto en sentido literal como metafórico- estamos comiendo demasiado. Y demasiada crème brûlée.

Esta intuición debe entenderse dentro de las siguientes claves interpretativas:

Por un lado, recordar aquello que famosamente dijo el Tío Luis -el más joven de los tíos de mi mujer. Era de hecho un niño cuando su hermana mayor, recién casada, lo invitó un día a comer a su casa. Cuando volvió, estaba entusiasmado: la comida había sido fabulosa. Interrogado al respecto, confesó que le habían servido unos fideos con manteca y queso rallado.  Y, al observar la cara de decepción de sus oyentes, añadió: “¡Pero con mucha manteca y mucho queso!”

La segunda defensa de la austeridad se la hace Julia Roberts a Cameron Díaz en La boda de mi mejor amigo, cuando le hace ver lo que por otra parte es evidente:

“Bien: estás en un elegante restaurante francés, ordenas crème brûlée para el postre. Es hermoso, es dulce, es irritantemente perfecto… De repente, te das cuenta de que no quieres crème brûlée”.

Efectivamente, Julia hace explícito lo que decíamos el sábado pasado sobre el aroma del café: cuando algo es irritantemente perfecto, pues bien: eso es una señal de alarma. 

No podemos vivir la vida en clave gourmet. No quiero decir que no debamos vivir la vida en clave gourmet; sino que es imposible vivir así la vida. Si comemos crème brûlée con demasiada frecuencia, notaremos que, antes o después, el encanto se deshace, la ilusión de su falsa perfección irritante se desvanece, y la crème brûlée se convierte ante nuestros ojos en algo menos que un honrado plato de  fideos. Y digo algo menos porque habremos perdido incluso la capacidad de entusiasmarnos con ocasionales dobles raciones de queso y de manteca. 

Contra eso me impongo, siempre y con frecuencia, el regreso al pan. 

En la escuela del pan -esa cosa tan humilde y tan extraordinaria- practico una suerte de de-gourmetización detox, en caso de que, advertida o inadvertidamente -tanto en sentido literal como metafórico- haya estado comiendo demasiado. O demasiada crème brûlée. 

Contra eso me impongo, siempre y con frecuencia, el regreso al pan. 

La mujer en la cocina del poder 
 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie,

Jamás pensé que conocería a alguien que igualara a mi padre en la ferviente profesión de culto al alimento primordial.  En efecto, mi padre manifiesta siempre  una obstinada resistencia a sentarse a comer si falta pan en la mesa, porque dice que sin éste hasta el más opíparo banquete es sencillamente insípido.  

La afición de mi padre no es, sin embargo,  exactamente igual a la suya, que incluye el arte de amasar la harina con agua y sal. 

Aparentemente, él no pudo desatar los nudos del corset del Matriarcado Dominante y su propensión es, así, menos ambiciosa pero más moderna: el deleite de consumirlo le basta y le sobra. 

Los 4200 caracteres con los que El Observador pone coto a mis cartas moderan mi tendencia a incurrir en las divagaciones propias del pequeño filósofo. Pero ahora me es inevitable mencionar la siguiente ocurrencia: el matriarcado pudo haber sido un coadyuvante en la propagación de la sociedad consumista, al menos en lo que a la comida se refiere. 

Dicen que no hay mejor receta para adelgazar que cocinar lo que uno va a comer.  Y de esto se deduce que, elaborando nosotros mismos aquello que necesitamos para vivir, controlaríamos nuestra propulsión al consumo.  Por lo tanto,  aquella cultura matriarcal que cerraba la puerta de la cocina a los hombres sería en parte responsable del insaciable afán de comer; pan en el caso de mi padre, y sushi en el de los más gourmets. 

Creo que es muy interesante su mirada sobre la sociedad de consumo, vinculada al modo en que alimentamos nuestro cuerpo (y, por ende, también nuestro espíritu) en estos tiempos. Su ingeniosa noción de la  gourmetización de la vida me condujo hacia mi biblioteca en busca de un libro que había devorado hace poco: Sapiens, del historiador israelí  Yuval Noah Harari.  Es un libro fascinante, le confieso. En él se examina la historia de la humanidad desde la Edad de Piedra hasta nuestra época. Uno de los argumentos principales es que el Homo Sapiens ha dominado el mundo gracias a su capacidad para actuar en forma cooperativa. Generamos  conocimiento compartido porque somos los únicos animales capaces de crear y creer en narrativas imaginadas, como los dioses, las naciones, los derechos humanos o el dinero. Harari sostiene que las diferentes ideologías que definen a las culturas no son más que ficciones (algo que ya había afirmado Nietzsche: “Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”) que cimientan nuestro poder sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos. Y siguiendo esta misma lógica, dice que las ideas y valores que definen los hábitos alimenticios de la cultura contemporánea asisten a la perpetuación de la sociedad de consumo:

“La obesidad es una doble victoria para el consumismo. En lugar de comer poco, lo que conduce a la contracción económica, la gente come demasiado y después compra productos dietéticos, con lo que contribuye doblemente al crecimiento económico.”  

Estamos comiendo demasiado, es verdad. Y cuando comemos mucha crème brulée, tarde o temprano, nos viene un antojo de jell-O (gelatina es lo que Julia Roberts realmente quiere en La boda de mi mejor amigo).  La cuestión es si Julia está dispuesta a hacer su propia gelatina (como amasa usted su pan), o si correrá al supermercado a comprar una…  

Le recomiendo un documental titulado The century of the self, que retrata la creación de la sociedad de consumo. Los protagonistas de la historia son casi todos hombres: a gatas se consideran los posibles modos en que el matriarcado pudo también incidir en la victoria del consumismo…

Espero que la mordacidad de mi ocurrencia no enturbie su reciente comprensión de los límites y posibilidades de la ironía.  Ni tampoco ofusque a ciertas feministas que desestiman el poder femenino en la formación de cultura, convencidas de que todas las ficciones han sido, hasta ahora, mérito exclusivo de la cultura patriarcal. 

La mujer, aunque no sin dificultad (y esto lo hace aún más meritorio), ha sabido meter cuchara en la cocina del poder a lo largo de la historia. Negarlo es subestimar su libertad y capacidad para sobreponerse la injusticia y el abuso. Y condenar a Hiparquía, Juana de Arco, Marie Curie y Malala Yousafzai –por mencionar solo una pocas– a los márgenes de la conciencia colectiva. 

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