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Con sus bienes a la calle: las historias de los cubanos y venezolanos engañados

La encargada de la pensión no pagaba el alquiler de la casa y cobraba entre $8 mil y $16 mil pesos por las habitaciones que subarrendaba
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08 de junio de 2019 a las 05:03

Dángelo tiene un mes. Está en la vereda, en los brazos de su madre. Marilenis Grandales vino a Uruguay como lo hicieron tantos cubanos: les dijeron que conseguir la residencia era fácil y que había trabajo. Pero hoy, con un futuro incierto, solo piensa en volver a la isla. “Quiero trabajar para poder volver a mi país. Todo esto que ha pasado es muy difícil, la verdad”, dice.

Todo esto significa no haber conseguido un trabajo estable en un año y medio que lleva con su pareja en el país –la obligaron a renunciar de un residencial cuando se embarazó, cuenta–, pero sobre todo significa la pesadilla de las últimas horas, días, meses: “Tengo la cara hinchada de tanto llorar toda la noche porque todavía no me lo creo. Hasta que no viera esto que estoy viendo no iba a creérmelo”.

Esto que está viendo es la espera, en la calle, de más de 30 inmigrantes isleños y venezolanos que vivían hasta esta mañana en una casona ubicada en la calle Gestido –Pocitos–, y que ahora entran y salen con mesas, colchones, camas, valijas, cobayos, cuadros, bolsas con ropa. Cumplen, así, con una orden de desalojo que afectó a toda la comunidad, y que nada tiene que ver con el conflicto que motivó la intervención judicial.

“En Cuba esto no pasa. Tiene muchos defectos, pero esto no pasa”, dice, enojado, Maikel Delgado, que con Yoleyni Obregón se vinieron de la isla con su hijo de seis años. “Allá no existe el desalojo. Allá se pasa hambre y todo es una mentira, pero teníamos vivienda y mucho menos te sacaban a la calle si tenías niños. Eso es una política que en Cuba de verdad se respeta”, dice, también enojada, Obregón.

Demora y acusaciones 

El primer cedulón llegó en setiembre de 2018 y agarró de sorpresa a todos los extranjeros que habían llegado a la casa por recomendación de compatriotas. Se difundía la noticia de que en Pocitos había una casa que ofrecía condiciones tanto mejores que la de las pensiones irregulares de la Ciudad Vieja y Cordón, que desde hace tiempo constituyen un problema para la intendencia: allí reina la informalidad, los problemas de higiene y el abuso a los inmigrantes sin recursos que buscan cualquier techo para pasar la noche.

Esta casa, por el contrario, era amplia y limpia, y se comentaba que la administradora “era buena gente”. Hasta ese mes en que llegó la notificación judicial de que serían desalojados, y tras una rápida investigación descubrieron que la administradora simpática no pagaba el alquiler a la inmobiliaria, y que la vivienda no estaba registrada como pensión sino como casa familiar.

“Acá tenemos una inmobiliaria que puso en alquiler la propiedad, y la mujer, a su vez, les cobró a ellos por las habitaciones. A la inmobiliaria lo que le importa es que le paguen. Cuando ellos  se enteraron ya era tarde y estaba el juicio iniciado: lo único que podían hacer es pedir prórrogas, y se pidieron todas las posibles. Ya no hay más, y entonces se produce la desocupación, que en realidad no es contra ellos”, explica a El Observador Juan Ceretta, abogado y encargado del consultorio jurídico de la Universidad de la República que se hizo cargo del caso. La policía, con una aguacil del juzgado, llegó al lugar sobre a las 13.23 de este miércoles. Todo transcurrió con normalidad.

Epilepsia

“Fue muy desagradable y muy triste que te sacrifiques trabajando día y noche, que no sepamos a dónde fue a parar nuestra plata todo este tiempo y que ahora estemos en la calle por irresponsabilidad de una persona que no supo administrar el lugar. Nosotros siempre pagamos todo”, dice Ruby Contreras, venezolana, 38 años, en Uruguay desde 2016.

La encargada no quiso responder las acusaciones. Consultada por El Observador, solo se limitó a decir que “en el caso hubo dos fallos a favor de dos prórrogas que en total duraron siete meses y un tercer fallo, que no se prorroga más”. 

La casa, muy antigua, tiene dos pisos, 23 habitaciones, varios baños. Contreras habla parada en el corredor del patio interno, donde al mediodía da el sol. Alrededor de la mujer pasan los demás cargando cosas: un hombre lleva un estante de caramelos vacío, una mujer con bolsas de nailon en los zapatos  que carga dos cajas, un hombre que revisa libretas de su mesa de luz, otro que se cubre el rostro para evitar salir en la foto de un reportero.

Contreras está enferma. Le tiemblan los hombros mientras habla y los párpados se le caen. Es epiléptica, dice, tiene dos infartos cerebrales –el último lo tuvo hace un año–, apenas durmió en la noche, y no para: atiende los llamados de periodistas, carga con sus pertenecías. 

“Estoy teniendo convulsiones desde el domingo: en parte por el estrés y por el cansancio, y por no tener la medicación que necesito. Hoy de mañana tomé 10 pastillas para controlar la epilepsia y ahora de mañana tomé un diazepam porque no podía más y estaba a punto de desmayarme. Dormí como media hora”, cuenta, y atiende el teléfono. Pero antes dice: “No tengo tiempo para ir al médico, porque si llega la policía pierdo todo lo que tengo”.

Su pareja, Felipe Maíz, recostado contra una heladera desenchufada pronto para ser cargada, la mira hablar por celular. Menea la cabeza y dice: “Si fuera por mí, estaría enterrado con ella en el (Hospital de) Clínicas”. Él también está sin dormir por los nervios de la noche anterior. Y dice que, además, su mujer vomitó, y que todavía le queda por subir al camión todo lo que está en el patio: una cama, dos lavadoras, dos estufas eléctricas, un ventilador, cajas, mochilas, mantas.

Futuro y arte

“Sepan que estamos poniendo absolutamente todo desde la Intendencia de Montevideo y en conversación interinstitucional para encontrar una solución inmediata para estas familias y acompañarlas en este proceso. La especulación no puede ganarle al techo de las personas”, escribió en su cuenta de Twitter el intendente Christian Di Candia, cuando el desalojo se ejecutaba.

La solución que encontró la comuna es provisoria: durante 15 días, los inmigrantes dormirán en las instalaciones de Cecuvi, un centro cultural que está en La Teja, porque en el Estado no obtuvieron respuesta. 

Por ejemplo, la solución que ofreció el Ministerio de Desarrollo Social fue llevar a las familias a sus refugios, en donde inevitablemente serían separadas por género. “Eso sería una vulneración más a sus derechos”, dice a El Observador Fabiana Porto, otra de las abogadas del consultorio y que vino a la casa ahora, cuando llegó la policía.

Afuera, en la cima de una de las montañas de objetos que aguardan por la llegada del camión, hay un cuadro que retrata a un niño moreno: tiene los ojos bien abiertos, el rostro sonriente, y  las manos en su boca para amplificar con suavidad un grito alegre: “Es un niño cubano”, explica su autor, Maikel Pérez, uno de los dos pintores de la comunidad, que ahora tiene nostalgia por la isla.

“En Cuba podías vivir del arte, yo incluso tenía dos galerías que las dejé a cargo de un amigo, pero acá el turismo no sirve para comercializar”, dice Pérez, y agrega que  todavía mantiene “las intenciones” de seguir luchando en Uruguay. Pero acota que “está complicado conseguir trabajo”.

El otro pintor, su amigo, se llama Yoandy Alonso. Se graduó como instructor de artes plásticas “en la escuela de artes que fundó Fidel”, dice, y protesta por lo  mismo y más. “Hay muy poco turismo para vender”, dice por un lado, y por el otro cuenta que fue a la comuna para que le dieran permiso de mostrar y comercializar sus cuadros en la calle. “Me dijeron que solo podía vender si era residente, y para eso me faltan cerca de nueve meses”, lamenta. 

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