Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Cuando todos fuimos a la Luna

Este mes la humanidad conmemora uno de los días más gloriosos de su historia
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13 de julio de 2019 a las 05:00

Dentro de un siglo, seguramente antes, cuando los viajes a la Luna sean tan frecuentes como hoy es ir al quiosco o al supermercado, nosotros los de hoy seremos vistos como la prehistoria. Tal vez ya lo somos, aunque cueste mucho aceptarlo. Hace 50 años la humanidad –yo me sentí incluido– pisó la Luna por primera vez y desde prácticamente el día mismo del gran acontecimiento la Luna dejó de interesar como destino permanente y ubicuo. Ahora varios países, China el primero, hablan de instalar una base permanente y realizar regulares visitas a un espacio en el espacio que no queda tan lejos, muchos menos que medio siglo atrás. La noción de velocidad se incrementó, por lo tanto, la de distancia se ha disminuido. La Luna está ahí, esperando ser habitada.

Y como siempre está donde la vemos, quizá el ser humano se acostumbró a no prestarle atención, salvo aquellos que vivan en la luna, transportados allí por el deseo de no estar todo el tiempo donde han nacido. El astronauta Neil Armstrong fue a la Luna por una única vez, porque con una sola le bastó para darse cuenta de que nada justifica la permanencia en ese lugar insípido más allá de unas pocas horas por lo general muy cortas. En la Luna no hay nada, o solo arena que sin mar cerca es nada. Además, el de la Luna es un vacío tedioso, no uno existencial como el que sentían los poetas y filósofos buenos de antes y que los motivaba a escribir frases hermosas para que la vida durara más. El vacío de la Luna es realmente vacío: un vacío baldío, calamitoso. Como si fuera poco, no hay agua, por más que haya un lugar llamado el Mar de la Tranquilidad que es tranquilo precisamente porque no hay agua, ni peces ni sirenas. La Luna es el colmo de la inexactitud.

El hombre llegó allí el 20 de julio de 1969. Hay quienes creen que el primer alunizaje fue el acontecimiento más importante en la historia de la Humanidad (yo prefiero la invención de las vacunas y el viaje de Hernando de Magallanes), por habernos hecho creer que algún día la raza humana podría establecer residencia en otra parte, aunque la Luna es una parte que no queda tan distante. En síntesis, fue un comienzo. La carrera espacial, que tanto dinero hizo gastar a soviéticos y estadounidenses, cruzaba una meta trascendente, por más que poco tiempo después la Luna perdió interés como destino, de allí que nunca hemos regresado con intención de habitarla.

Hace 50 años la llegada del hombre a la Luna fue una hazaña. Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins concretaron la vieja chifladura del ser humano de hacer posible lo que parece imposible. Cristóbal Colón logró algo similar, pero por agua, lo mismo que consiguieron de distintas maneras Magallanes, Juan Diaz de Solís, Vasco Núñez de Balboa, y otros locos de grandioso fuste, quienes no solo demostraron que la Tierra no es plana, sino que además es más grande de lo que habíamos pensado. En la Luna, la primera vez, caminaron dos (Collins tenía a cargo pilotear el Apolo 11), pero fue Armstrong quien clavó la bandera estadounidense en la superficie lunar, en una escena muy parecida a la del navegante genovés hundiendo en la arena americana el estandarte de la corona española.

La primera frase que el hombre dijo en la Luna fue informativa, “el Eagle ha aterrizado”, pero también obvia, pues todos vimos por televisión que lo había hecho. El hecho sirvió para imponer colectivamente la noción de que todo lo que sucede solo es verdad cuando sucede primero en la televisión. Gracias a la magia de la televisión, que permite ver como si fueran actuales cosas ocurridas antes, infinidad de veces ha vuelto a ver la lenta caminata de Armstrong por los aledaños del Mar de la Tranquilidad, en donde todo luce tranquilo, exasperadamente calmo, tanto, que hasta dan ganas de ser astronauta solo por ir a caminar allí. Fue, tiene razón Armstrong (y nunca pude saber si la frase es suya o se la dijeron y la llevaba memorizada), un pequeño paso para un hombre, pero un paso gigantesco para la Humanidad. En verdad, viendo la repetición constatamos que los pasos de Armstrong fueron, además de pequeños, muy lentos, como si estuviera ralentizando la proeza: una pausa en la inmensidad celestial, una secuencia fascinante.

O no podía caminar bien por el pesado traje que llevaba (las botas no parecían hechas de liviano aluminio sino de pesado plomo) o bien, igual que los niños que enlentecen el disfrute de un helado de dulce de leche lamiéndolo lo más lento posible, Neil quería prolongar el goce de ese momento Kodak, aunque otras cámaras fueron las que salieron ganando. Las de la televisión. Por primera vez en la historia el mundo sintonizó el mismo canal, para ver idéntica escena, la cual no era parte de una guerra, de un asesinato, o de un partido de fútbol. Era lo imposible sucediendo a la misma hora en los ojos insomnes del mundo.

El módulo lunar del Apolo 11, de insignificante tamaño (tal cual pude comprobarlo en el Museo Smithsonian de Washington, donde hay una copia), se convirtió en repentina casa itinerante de la imaginación planetaria. En ella, por unos instantes de resumida eternidad, nos quedamos a vivir. El primer viaje a la Luna confirmó la importancia omnipresente que tiene en nuestras vidas, sobre todo como surtidora de fantasías, capaz de hacernos creer que, por aproximadamente dos horas, las que duró el periplo, todos estuvimos caminando, muy lentamente, en la arrugada superficie lunar.

Ninguna otra exploración tuvo la audacia pionera del Apolo 11. Los tres pudieron ir y volver. ¿Y si el regreso no hubiera sido posible? También hubiéramos visto su agonía a través de una pantalla catódica, oyendo sus lamentos como mucho tiempo después oímos los de los tripulantes del submarino ruso Kursk, condenado en otro viaje a las estrellas, pero las del mar, allí donde quedaron, enterrados en agua. Del Mar de la Tranquilidad, en cambio, el trío pudo regresar sano, salvo y seco, pues demostró que la superficie lunar es tan árida como cualquier desierto terrestre. Una sucursal del Sahara.

Llegaron a otro mundo, tantos miles de kilómetros muy allá, para que las botas se llenaran de polvo y la gente los pudiera ver caminar donde nadie antes había estado. Eso solo valió el espectáculo, un show incomparable, y la monumental desvelada. La historia de ese día se hizo mirando, y caminando. Como en el Mar de la Tranquilidad no había nada para pescar, recogieron rocas de la superficie, demostrando la notable capacidad operativa de los instrumentos que tanta investigación y dinero habían costado. La Nasa se anotó un golazo, haciendo realidad la promesa realizada ocho años antes por el presidente Kennedy cuando dijo que, si bien habían empezado perdiendo, les ganarían la carrera espacial a los soviéticos.

En el marco histórico de esa corta maratón, el viaje a la Luna fue un triunfo clásico, no solo porque fueron y vieron, sino porque volvieron. Represento un colosal logro para la inteligencia humana, pues la carrera espacial apenas tenía nueve años de existencia. A la Luna, pues, el hombre llegó más rápido de lo previsto en 1961, cuando solo se trataba de dar una vuelta cortita por el espacio y volver. Hasta una perra terrier o un mono podía hacerlo. Con el Apolo 11 fue distinto. Ingenieros y astronautas cumplieron a la perfección. También el módulo lunar. Si su motor no hubiera arrancado y calentado por siete minutos y 10 segundos, tal como estaba milimétricamente calculado, Armstrong y Aldrin hubieran quedado anclados de por vida en la Luna.

Con el histórico alunizaje asimismo se rompió –vaya ironía- el encanto de los viajes espaciales y la televisión, por temor a bajos ratings, dejó de trasmitir en directos futuras misiones. Tan irónico fue ese porvenir apresurado, que hoy nadie recuerda ni sabe quiénes son Gene Cernan y Jack Schmitt (los dos últimos hombres en caminar sobre la superficie lunar, el 14 de diciembre de 1972). Sin embargo, la hazaña del Apolo 11 estaba realizada. La pionera expedición sirvió para demostrar varias cosas, además de que la inteligencia humana puede aplicarse a fines no destructivos. Dejó en claro que el hombre puede viajar al espacio, aterrizar en otra parte, y regresar. La tecnología espacial era sinónimo del conocimiento más sofisticado, y eso quedó bien claro. Hoy estoy aquí para recordarlo, y casi sigilosamente celebrarlo. 

El ser humano nunca regresó a la Luna (por el momento el único lugar seguro adonde ir y volver). Tampoco allí se construyeron bases espaciales como en un momento se dijo, y los viajes tripulados a Marte distan mucho de devenir realidad, por lo menos a corto plazo. El cosmos infinito y fascinante, sigue siendo un lugar inexplorado. Por ello mismo continúa alimentando a la imaginación, tentándola para que las complejas expediciones espaciales no sean un proyecto exclusivamente del pasado, un motivo obvio para celebrar cada tanto algún aniversario. 
 

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