Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

El amor a Roma no tiene límites

Se estrenó en Netflix la segunda temporada de la cautivante Suburra, la serie
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23 de marzo de 2019 a las 05:01

Roma, capital de la historia, es única, incomparable. Quienes la visitaron lo saben. En Occidente, solo la Ciudad de México tiene una historia parecida, con capas de épocas diferentes superpuestas que obligan a la imaginación ir marcha atrás a llegar adonde no puede. A la ciudad azteca Octavio Paz le dedicó un poema magnífico, Nocturno de San Ildefonso. En Roma, con historia de siglos aglutinados en diferentes capas, ha ocurrido tanto que la memoria en su periplo al pasado termina perdiéndose. Sobre Roma, tan eterna, se ha escrito infinidad de poemas y realizado gran cantidad de películas, algunas clásicas: Roma, ciudad abierta (1945), Ladrones de bicicletas (1948), Umberto D. (1952), Roman Holyday. La princesa que quería vivir (1953), La dolce vita (1960), El eclipse (1962), Mamma Roma (1962), Roma de Fellini (1972), De Roma con amor (2012), La gran belleza (2013), y paro. Podría seguir. La filmografía es larga. 

En 2015 se sumó a la lista Suburra, dirigida por Stefano Sollima (Sicario: día del soldado), antología visual de estéticas varias, extraña y por momentos cautivante mezcla de neorrealismo italiano y de neoexpresionismo alemán al servicio de una historia, en la cual voces diversas de la vida romana actual hablan y balbucean al mismo tiempo. Es algo así como Roberto Rossellini y Max Beckman superpuestos en un extraño crisol, donde resaltan los deslumbrantes paisajes urbanos de una ciudad laberíntica, en historia y arquitectura. En ese fascinante perímetro de existencias aceleradas, la Roma actual se alza exaltante y tenebrosa, hermosa y violenta a más no poder.

Suburra, la película, fue la matriz de Suburra, la serie (así se llama). Sin embargo, no es más de lo mismo. Por estar ambas inspiradas en la novela homónima de Giancarlo de Cataldo y Carlo Bonini, de 2013, uno esperaba idéntica caracterización de personajes y trama similar, solo que un poco más alargada, cosa de que pudiera durar 10 episodios. Sin embargo, afortunadamente, las expectativas son defraudadas. Los personajes son los mismos, pero diferentes. Son la precuela de lo que serán luego. Además, la trama presenta significantes cambios que auspician la aparición de subhistorias, las cuales a su vez presentan redimensionados otros asuntos no tan menores. Por ejemplo: el cuestionamiento de los valores familiares actuales, mejor dicho, la desaparición de estos; los prejuicios raciales incrustados a fuego en la sociedad italiana; el constante predominio de una ancestral visión machista y su lucha por impedir que la mujer alcance puestos de poder; la soterrada condena pública existente contra los homosexuales; y principalmente, la compleja relación que hay entre el poder de la Iglesia, el de la mafia y el del aparato político, la que en definitiva es la gran usina que mueve la historia de principio a fin y adelanta un final con puntos suspensivos. De esta forma, por haber impuesto una mayor complejidad en el desarrollo de la trama, y por haber diversificado el menú de temas a tratar, la serie producida por Netflix se erige como un producto mejor que el filme, sobre todo gracias al notable repunte dramático que consiguen imponer los cuatro capítulos finales de la primera temporada.

Cuando comencé a ver la serie, a los 10 minutos de empezada, no más, casi apago el televisor. Reconocí enseguida a los mismos personajes, detecté, eso supuse, que la trama iba en la misma dirección que la película ya vista y que recordaba muy bien, esto es, no había novedad alguna importante capaz de alimentar el interés, y menos todavía, por 10 episodios. Le di otra oportunidad, y una más. Recién al tercer capítulo el interés comenzó a levantar vuelo y me atrapó a partir de algo que la serie presenta ampliado, mucho mejor desarrollado, y es la psicología de los personajes. En un mundo romano cruel y poblado de gente desalmada, hay quienes tienen conciencia de sus actos y ejercen la culpabilidad con ellos mismos, caminando a tientas sobre la línea que separa al bien del mal, y que no es tan tenue como se cree. Quien no la ve, es porque no quiere. Suburra, la serie es precisamente sobre eso, sobre la lucha entre el bien y el mal, entre la ética y la inmoralidad, en Roma en 2008. Pareciera que lo peor está ganando en todos los niveles. Pero no digo más, pues la propia serie es la encargada de generar espacios vacíos que el espectador deberá llenar con sus propios juicios de valor. 

Sin embargo, y a diferencia de otras series y telenovelas hoy de moda sobre narcos y crimen organizado a gran escala, Suburra, la serie no hace una exaltación implícita y glamorosa de la vida con lujos desmesurados dentro del hampa. Por el contrario, presenta personajes tan alejados de la felicidad como cualquier hijo de vecino que tiene problemas para pagar la cuenta de la luz a fin de mes. El dinero no compra el amor de nadie, ni le garantiza a los poderosos que alcanzarán la felicidad, por más fugaz que esta sea. Todo en esta vida, incluso el poder producto del dinero, es un enorme espejismo.

Suburra, la serie podría ser incluida en la categoría de películas sobre la mafia. Se han hecho muchas, pero esta no es una más. Se emparenta con el subgénero denominado poliziotteschi (cine de acción, de criminales y de persecusiones en autos), con el cine de blaxploitation (con italianos blancos en lugar de negros estadounidenses), y con las novelas por entrega que seguían el periplo de un personaje, al que se le iban sumando  otros, hasta crear un friso del no tan complejo mundo del crimen, en el cual los peces chicos se quieren comer a los grandes, con los resultados conocidos por todos de antemano. Es una especie de puchero al que le ha puesto todo tipo de carne, y gran variedad de condimentos. 

Aun en medio de la decadencia moral que parece no tener fin, Roma luce hipnótica, como si no le faltara nada como para ser de mentira. Es la gran protagonista, la que mira callada, sin juzgar ni aprobar los actos humanos. Lo mismo que Nueva York en la canción de Frank Sinatra, esta Sodoma y Gomorra contemporánea nunca duerme. En sus insomnios reside su explícita seducción. “Qué ciudad de mierda. No se detiene nunca”, dice uno de los personajes en uno de los episodios finales: “Debe ser extenuante”, comenta otro venido del sur. Responde el primero: “No podría vivir en otra parte”. En la ciudad de la loba, los lobos se sienten protegidos por el bosque de cemento.

A pesar de las deslucidas actuaciones de los tres personajes protagónicos, los jóvenes criminales con ambición de poder, Aureliano Adami (Alessandro Borghi), Spadino Anacleti (Giacomo Ferrara) y Gabrielle Marchilli (Eduardo Valdarnini), salvados en parte por el siempre notable Francesco Acquaroli (interpretando aquí al capo mafioso), y por un brillante Filippo Nigro (el político que vende el alma al diablo), Suburra, la serie entretiene a partir de presupuestos estéticos y dramáticos diferentes, en más de un aspecto innovadores. Pareciera que estuviéramos oyendo a alguien que nos cuenta una historia que ya habíamos escuchado, pero como la cuenta tan bien, la oímos de nuevo gustosos, y terminamos preguntando: ¿Y qué más, cómo sigue? La narración cumple con su objetivo de ir para todas partes sin perder el eje central. La seguimos, aunque no esté del todo librada de fallas que resultan obvias al ojo atento y que están relacionadas a la redundancia de ciertos recursos narrativos empleados. El barroquismo rococó no siempre sale ileso de sus intentos. 

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