Miguel Arregui

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El amor por la comida es un amor sincero

Por el Camino de Santiago (IV)
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28 de noviembre de 2018 a las 05:00

El Camino de Santiago francés es el camino del vino: Bordeaux, Navarra, La Rioja. Y también el camino de la buena comida, o por lo menos sabrosa y abundante.

El amor a la comida es un amor sincero. No conozco sitio en el mundo en el que se coma y se beba tanto y tan bien como en España, aunque esta opinión ofenda a franceses o italianos.

 ¿Cómo dilapidamos esa herencia? La super-abundancia de carne vacuna en Uruguay arruinó nuestra variedad y sofisticación; del mismo modo que adormeció a aquellos inmigrantes ingleses de La tierra purpúrea, la crónica novelada de William Henry Hudson, que vivían borrachos en una pulpería tras comprobar que requería poco esfuerzo poseer ganado y tierra.

Mi prima Lucila cree que los uruguayos además hemos perdido el respeto al momento de la comida, ese en que lo simple sabe a gloria por el entorno.

En el norte de España se come mucho, y muchas veces se come bien. La senda del Camino de Santiago francés va desde los vascos y navarros con su pesca, sus salazones, sus vinos y sus patés, hasta los mariscos y los caldos gallegos, pasando por la fabada asturiana y los inevitables embutidos de todas partes.

Salón de té y pastelería en Saint Jean Pied de Port, en los Pirineos

Los peregrinos, que marchan durante muchas horas cada día, suelen sostenerse con sándwiches, yogur y frutas compradas por tres o cuatro euros en algún supermercado. De noche cenan el “menú del peregrino” en algún albergue por ocho o diez euros. Más que la comida, lo sabroso es la convivencia: largas mesas con decenas de comensales de distintos orígenes, cual Torre de Babel, que comparten vino y curiosidad.

En Hontanas, un precioso pueblo de la Provincia de Burgos, discutí con Peter, un australiano que caminaba con su esposa y su hijo adolescente, dónde se come y se bebe mejor: ¿en España o en Francia? Me contó que tres años atrás caminó por Francia con su mujer durante casi 250 kilómetros, y que engordaron cinco kilos cada uno. 

Peter, quien esa noche se comió tres platos de paella, parecía dispuesto a repetir la hazaña.

Pagué tres euros por una tortilla y un jugo de naranja en un bar de Belorado, Provincia de Burgos, además de la lectura del diario de la región. 

La tortilla de papas y huevos, con sin y cebollas, es una especialidad española. El secreto está en el punto de cocción, que nada tiene que ver con la letal tortilla reseca que se ofrece en los bares de Montevideo. En Santiago de Compostela, Galicia, hay dos templos de la perfecta tortilla, extraordinariamente gustosas: la pensión y bar La Tita, y el restaurante Moha, ambos en la rúa Nova, en el casco antiguo. 

Vino gratuito en Iraxe, Navarra

En Santo Domingo de la Calzada, en La Rioja, cené por ocho euros frente a su gran iglesia medieval: un plato de chorizo a la plancha, papas fritas, dos huevos fritos y una copa de vino.
Por 12 o 14 euros se puede comer hasta reventar el habitual menú tabernario de primer y segundo plato, postre, pan y medio litro de vino tinto. 

En un restaurante bien puesto de Logroño cené chuletón y vino a la carta por 45 euros. El chuletón es enorme para nuestros estándares; en Uruguay la costilla es más pequeña pues los vacunos se faenan mucho más jóvenes. 

Era el cumpleaños de la dueña del restaurante, una anciana decrépita. Mi amigo Homero, quien llegó desde Barcelona, le cantó “Las mañanitas”, al estilo Nat King Cole. La anciana, conmovida, musitó algunos versos. Mi amigo también tocó el corazón de las camareras, que se lo agradecieron efusivamente.

En Astorga cené un magnífico cocido maragato con su profusión de carnes —embutidos, vacuno, cerdo y gallina—, garbanzos y verduras, además de un caldo espeso e intimidante. Precio: 25 euros por persona. Nuestro puchero es una pobre y haragana versión de ese puñetazo.

Tengo la más alta consideración por el jamón crudo español —serrano o ibérico—, casi tan buenos como los que hacía mi padre hace medio siglo ya: un proceso artesanal de salado y curado que demanda varios meses. En Uruguay el jamón crudo, ahumado o no, es escaso y caro; en España es cosa accesible y cotidiana, pues se producen más cerdos que vacunos por falta de espacio y de praderas. Entonces en el Camino de Santiago comí jamón cada día, hasta que mis labios se cuartearon.

El vino suele ser bastante bueno en cualquier parte. Se pide “un rioja” en el boliche más atorrante de España y seguramente será respetable. Es un milagro que no conviene intentar en otras partes del mundo, empezando por Uruguay, donde se puede morir golpeado por un “vino de la casa”.

Se hacen cosas difíciles por lo que uno gusta comer y beber. 

Hace casi 30 años navegué en un par de canoas por el río Negro, entre Palmar y Mercedes, durante cinco días, junto a tres amigos: Manuel, Carlos y el berlinés Harald Melzer, más perdido que Adán en el Día de la Madre. Vencimos el esfuerzo físico, la sequía y un sol de justicia. Llevábamos cubos de hielo en conservadoras de poliestireno y cada atardecer bebíamos whisky escocés: todo un refinamiento en aquel contexto primario de remos, anzuelos, cuchillos y rifles. 

Ahora, en el Camino de Santiago, cargué mate, termo y dos paquetes de yerba durante casi 800 kilómetros. Lo tomaba de madrugada, mientras leía en mi computadora los diarios montevideanos, para asombro de los otros peregrinos.

Comida, bebida, la fe, el sexo, la muerte: fuerzas arrebatadas.

Próxima nota: El esfuerzo físico: sin dolor no hay gloria; cada quien ve en el Camino lo que desea ver

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