Pero la violencia doméstica, con su carga de inimaginable dolor, tiene para aportar un elemento de análisis a la violencia ciudadana al que deberíamos prestarle atención.
Las rapiñas, en las que solemos concentrar el debate de manera más intensa que en la violencia doméstica, pueden, potencialmente, combatirse con diferente tipo de armas. No sólo las armas que portan los policías sino también estrategias de patrullaje e investigación: cámaras de seguridad, presencia policial en las calles, leyes severas. Todas esas medidas represivas dejan arrumbada en un rincón la que posiblemente sea la medida más eficiente a mediano plazo: la rehabilitación del rapiñero.
Hay mucho odio y violencia en la sociedad contra los delincuentes como para que haga carne cualquier medida que tienda a ubicar al reo en su calidad de persona: nada de mejores cárceles, nada de psicólogos, nada de piedad. Son irrecuperables que solo entienden el lenguaje de la violencia.
Ese debate desenfocado de una solución permanente se puede dar, entre otras cosas, porque, como fue dicho, quienes no quieren oír hablar de rehabilitación, pueden esgrimir entre sus argumentos la mano dura, los años de cárcel, el reclamo de más policías en la calle, la bala.
Pero ¿qué pasa cuando la violencia se desata entre las paredes de un hogar protagonizada por quienes allí habitan? ¿Qué pasa cuando el marido la mata a golpes? ¿Qué pasa cuando ella o él ponen una almohada en la cara de su pequeño hijo y aprietan hasta matarlo? Como supongo que a la ciudadanía que está en pie de guerra contra la violencia le importa tanto la muerte provocada por un rapiñero como la protagonizada por un marido violento, se abre lugar a varias preguntas: ¿cuál de todas las medidas duras que se reclaman ante cada rapiña encaja aquí como presunta solución? ¿Cámaras de seguridad en los dormitorios? No parece muy adecuado. ¿Policías patrullando de la cama al living? Sería raro. ¿Tirar a matar? Habría que darle formación policial a mujeres y a niños por doquier.
Pero las rapiñas nos condicionan tanto a la respuesta violenta, a enfocar allí y solo allí buscando una solución, que cuando hay otro problema mortal cuya única arma para afrontarlo es la rehabilitación, no tenemos ni la vocación ni el reflejo de apelar a ella.
Como la palabra rehabilitación se ha convertido en algo que solo mencionan los pro chorro, los pro Bonomi, los débiles ante la delincuencia, es políticamente incorrecta y ni siquiera se nos ocurre echar mano a ella cuando se trata de maridos y padres violentos. ¿Qué medidas se le aplican, además de la cárcel, a quien mató a su esposa y una vez que cumpla la pena seguramente tendrá a su lado a otra mujer?
Parece no importarnos demasiado, abrumados como estamos por el miedo al extraño que llega para llevarse lo nuestro, para quitarnos la vida. Aquí no se trata tanto del delito como de la violencia. La violencia que busca concretar un delito provoca cada año casi tantas muertes como esta otra violencia por la violencia misma que se da entre cuatro paredes.
Aferrados a la idea de responder a la violencia con violencia, sin lugar a medidas que le concedan al delincuente violento una segunda oportunidad, hemos dado vuelta la cara a aquellas situaciones en las que el único camino para enfrentarlas es la comprensión del fenómeno y el tratamiento al padre o la madre violentos, para evitar que lo que hicieron vuelva a ocurrir. Situaciones donde los mismos que piden actuar con violencia contra "los irrecuperables" - esos extraños que vienen por lo que les es ajeno- se quedan sin discurso cuando la muerte tiene la cara de papá o de mamá.
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