Países de América Latina de renta media están siendo sacudidos por una ola de inmigrantes que de manera imprevista y masiva huyen de la pobreza y de la violencia en busca de un mejor porvenir. Sin una coordinación de políticas a escala continental el éxodo de millones de personas se convertirá en un problema social en lugar de representar una gran oportunidad para todas las partes involucradas.
Los inmigrantes no solo intentan afincarse en Estados Unidos, sino también en países de la región, algo que era impensable. Se trata de inmigrantes que huyen de una grave crisis, de situaciones de pobreza y de violencia que tenemos la obligación moral de proteger.
El éxodo venezolano es la realidad más visible, y sobre la que se proyecta una realidad dramática, pero no es el único caso. Reportes de organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales mencionan a haitianos en Chile, nicaragüenses en Costa Rica y familias centroamericanas que intentan armar sus vidas en México. A esa lista podríamos incluir el arribo de cubanos, por ejemplo, que incluso han llegado a Uruguay.
Un ejemplo del acuciante reto que enfrenta la región es lo que en este momento ocurre en la capital de Perú. Un reciente análisis publicado por la organización Global Americans, muestra las debilidades de Lima: una ciudad de más de 8,5 millones de habitantes, un PIB per cápita de US$ 15 mil y sin una cultura de migrantes (solo 1% proviene de exterior), que está “recibiendo un flujo repentino de cientos de miles de personas”, en su mayoría de Venezuela.
Las condiciones económicas, sociales y culturales convierten al proceso migratorio en una experiencia traumática “tanto para las familias que a menudo escapan de su patria bajo condiciones de desespero, como para las comunidades que las reciben”, advierte el artículo de la mencionada organización.
Los inmigrantes, además, llegan en momentos de incertidumbre en los mercados globales, de desaceleración del comercio mundial, de problemas de endeudamiento y de dificultades de gobernabilidad. Y hasta podríamos sumar una debilidad institucional.
En ese contexto es que los países de acogida deben ofrecer una hospitalidad que incluye la atención de salud, educación y otros beneficios sociales, lo que agrava la situación fiscal.
El gobierno de Colombia, el país que recibe más venezolanos, estima que la integración de los inmigrantes representa unos US$ 1.500 millones, lo que es equivalente al 0,5% del PIB.
A largo plazo, la llegada de inmigrantes es positiva desde muchos puntos de vista, no solo el económico. Pero, en el corto plazo, los sectores menos pudientes de los países receptores pueden sentir que son perjudicados al tener que compartir con más beneficiados el capital público existente (escuelas, hospitales, entre otros).
Se corre el riesgo de que una política hospitalaria generosa pueda tener efectos desmoralizantes más que inspiradores.
Creemos que los países de la región no pueden seguir actuando cada uno por su cuenta, sino que deben acordar políticas comunes. Un reto global requiere de una respuesta en conjunto. Pero no de cualquier manera, sino conjugando los cuatro verbos que aconseja el papa Francisco para encarar el desafío de las migraciones contemporáneas: acoger, proteger, promover e integrar.
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