Opinión > COLUMNA/VALENTÍN TRUJILLO

El silencio de la piedra

Un viaje hasta el monasterio de Santo Domingo de Silos, en lo profundo de la provincia española de Burgos, se transformó en una reflexión sobre el misticismo en el siglo XXI
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16 de junio de 2019 a las 05:03

Las primeros rasgos que lo asaltan a uno cuando visita un país extranjero son sensoriales: olores, colores, gustos, climas, que después se traducen en sentimientos, en recuerdos, en el pasaje de lo externo al interior. Lo material se vuelve invisible, se aprehende sin tocarlo y regresa hacia afuera. También, por supuesto, los precios en tiendas y supermercados. Los templos del consumo poseen más escaleras mecánicas que los aeropuertos. Pisos y pisos de productos. Las cajas registradoras cantan el mantra del mercado y casi todo el mundo pone cara de disfrutar el trance en medio de la tortura de los otros. Cuando uno mira el tique, la sonrisa regresa. Un amigo me dijo, mitad en broma, mitad en serio, que la mejor forma de ahorrar es irse de viaje (e invariablemente, el chascarrillo funciona). 

Las grandes tiendas de Madrid abren obscenamente sus piernas al consumo desmedido de propios y extraños. El idioma universal allí dentro no es el de Cervantes ni el de Góngora (que vivieron a tan pocas cuadras del Primark de Gran Vía), sino el de las tarjetas que sacan chispas en los datófonos, neologismo con el que en España se denomina al neologismo que usan acá: POS. 

Hay que huir, necesariamente. Por suerte, las amplias redes de autopistas y carreteras regionales de España permiten poner el auto a 170 kilómetros casi en cualquier sitio. A la manera budista, siempre creí que el paisaje limpia: contemplar por horas campos y montañas, cerros, cultivos, animales u ocasionales humanos en la inmensidad del espacio significa una forma de purificación interior, una vía de eliminar posibles contaminaciones de la vida comunitaria. 

Qué mejor idea que visitar un monasterio benedictino de clausura, ubicado en lo profundo de la provincia de Burgos: el famoso Santo Domingo de Silos, un sitio reconocido del orbe románico, célebre por sus retiros meditativos y el coro de canto gregoriano. Todo turista no puede evitar que el snobismo se apodere un instante de su derrotero. ¿Cuánto se puede admirar del aura espectral de un monasterio que, fundado a mediados del siglo X, ridiculiza el sentido del tiempo? 

Al salir de la autopista del Norte (que llega hasta el País Vasco) y penetrar en la angosta carretera provincial que conduce hasta el monasterio ya se captan las diferencias: el sonido de las cubiertas en el asfalto gastado, el viento que mueve el trigo todavía verde en los campos y, ya poco más allá, el silencio eterno de la campiña. Hace calor y el sol de la primera tarde golpea el paisaje y encandila la mirada. Mi mujer duerme; mi hijo duerme. Su sueño me trae tranquilidad, pero de pronto, casi como un anuncio bíblico, con el auto piso una víbora en medio de la ruta. Queda retorciéndose en estertores en el espejo retrovisor. El ambiente es hermoso pero está cargado de tensión. A lo lejos, en las montañas, vuelan águilas. 

El monasterio está recostado en un pequeño pueblo, Silos. Para mi desazón, está cerrado, porque el reloj marca las dos y media de la tarde, y toda España duerme la siesta. Tonto de mí, ¿cómo no lo preví? Había leído sobre el monasterio y su trascendencia. Real de Azúa había peregrinado hasta allí. El poeta Gerardo Diego le había escrito al gigantesco ciprés del claustro, del que desde afuera solo veía su punta verde oscura. El sol refulgía en las piedras naranjas que recubren el monasterio. A unos metros, por el pequeño cauce del río Arlanza había galopado el Cid Campeador en lucha contra los moros. 

La estatua de San Benito, al rayo del sol, me contemplaba en silencio, con una mueca irónica. Había manejado kilómetros en busca del misticismo de Silos, y me quedaba en la puerta, sin entrar. Apenas pude acceder al hall y ver los rigurosos horarios de los monjes, que guardan silencio por meses, cantan, rezan, ayunan, piden perdón, sufren y gozan el misterio de la existencia. 

Un zumbido llamó mi atención: unos pequeños pájaros negros volaban sobre un hueco de una alta pared, y comían abejas excitadas que morían en sus propias circunferencias, cerca de una colmena. Volvimos a Madrid y los cantos gregorianos de Silos debí escucharlos en YouTube. Incluso en la distancia y en la impersonalidad de la pantalla de vidrio iluminado, las voces rebotadas en los silencios de la piedra logran erizar la piel posmoderna. 

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