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El último día de la vida eterna

El paso del tiempo siempre es vendido como plenitud
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22 de junio de 2019 a las 05:00

Hasta hace poco, cuando leía a los poetas barrocos españoles, me parecía que estaban absurdamente obsesionados con la brevedad de la vida, la cercanía de la muerte y cosas por el estilo. Cuando Góngora dice, por ejemplo, que la vida corre presurosa y secreta hacia su fin, o cuando Quevedo no encuentra “cosa en que poner los ojos/que no sea recuerdo de la muerte”, en el fondo, me parecían unos exagerados. 

Porque en nuestra cultura, el paso del tiempo y la acumulación de los años son siempre vendidos como plenitud, no como pérdida. Los ancianos en los avisos publicitarios, son casi jóvenes con canas y magníficas dentaduras. Y la muerte y la vejez se tratan, generalmente, como eventos impertinentes de cuya existencia no se tendría prueba fehaciente.

Yo mismo, hasta  el 16 de agosto de 2018, pensaba poco en ellas. Y eso que me lo venían advirtiendo Gardel y Le Pera desde 1968, por lo menos: Me da pena el confesarlo, / pero es triste, ¡qué canejo!/ el venirse tan abajo, /derrotao y para viejo./ No es de hombre lamentarse / pero al ver como me alejo,/ sin poderlo remediar, / yo lloro sin querer llorar.
No, en el anochecer de aquel día, no me acordaba de Gardel ni de Le Pera.  

Cuando me agaché distraídamente a atarme los cordones, a las 6:55 p.m., era joven e inmortal, la chispa de la vida, como en un anuncio de Coca-Cola de los años 70. 

A las 6:56 p.m., era un anciano destinado a morir, que repasaba en su interior aquellos versos de don Francisco: soy un fue y un será y un es cansado… / presentes sucesiones de difunto.

¿Qué había pasado en el medio? En la décima de segundo entre los dos estados, sentí una especie de explosión nuclear en la espalda –más precisamente, como luego se me ilustró, en las vértebras lumbares de cuya existencia no había tenido yo noticia previa– que se intensificó hasta alcanzar dimensiones épicas (y no lo digo arrastrado por mi amor a las esdrújulas). Quise llegar hasta la cama, pero no pude y caí al piso… Luego, como dice bellamente Homero, obedecí a la negra noche…
Tardé una semana y cuatro inyecciones en volver a caminar. A la postre y a mis requerimientos, un médico tuvo el valor de decirme la verdad: 

-Señor, usted ha cumplido 60 años…

Me quedé estupefacto. ¡Entonces era verdad lo que había leído en los libros y visto en el cine: la gente envejece y muere! Yo había vivido mirando para otro lado y haciéndome el distraído. Y ahora mis ojos se habían abierto y no me quedaba más remedio que enfrentar la crisis de los 60. ¡Tan luego a mí que he venido sorteando con envidiable cintura cuanta crisis de cualquier tipo se haya comentado en la sección de astrología de la revista Vogue! (Citaré aquí: la crisis de los 30 -de la que hay salida institucional a poco que se tenga un hijo, se escriba un libro o se plante un árbol-; la crisis de los 40 -cataclismo al parecer inevitable-; y finalmente la más post-moderna crisis de los 50 -hipótesis inexcusable si se pretende explicar nuestras regresiones tardoadolescentes). 

En fin, hasta donde alcanzo a saber, la crisis de los 60 está todavía en proceso de definición. Se la asocia a menudo con episodios de limitación física y mental irreversibles, y se la ha descrito tentativamente como un evento pluriofensivo que -como dice la doctrina-, tiene la pretensión de abatir, más de un bien, a saber: a) la ilusión de la juventud; b) la ilusión de la eternidad, y c) la ilusión de que más adelante se corregirán los errores.

De modo menos técnico la podemos definir como la desaparición del decorado. Como en el apoteósico final de Cantando bajo la lluvia, cuando el telón se levanta y se hace patente quién canta y quién hace que canta (pero no canta), la realidad irrumpe, la fantasía hace mutis por el foro, y el espectador sabe así que la película está por terminarse.

Ese darse de bruces con la realidad, o momento de la comprensión, es lo que mi muy llorada Nora Ephron llamaba, con mucha gracia, el “Oh Oh moment”. Sin lugar a dudas, mi “Oh Oh moment” particular fue el 16 de agosto de 2018, a las 6:55 p.m., cuando me agaché para atarme los cordones de los zapatos y me encontré, en cambio, recitando unos versos de Quevedo que, sin embargo, ahora me es imposible recordar. l
 

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