Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Expresiones humanas y desde el Expreso Pocitos

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23 de junio de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:

 

Expresiones humanas

Su respuesta a mi carta, Las moscas del mercado,  parece confirmar la tesis de que siempre existe una dosis de subjetividad que enmarca a la perspectiva de cada uno, dejando su impronta en la interpretación del mensaje recibido. 
El lenguaje humano es lo suficientemente dúctil y ambiguo como para posibilitar la apropiación –o reelaboración- del texto por parte del lector. Mientras un 2+2=4 no admite controversia alguna (a no ser que estemos reflexionando acerca de la naturaleza de la matemática como ciencia), la expresión “es falsa la opinión de que lo privado es siempre más eficiente que lo público” sí puede dar pie a la polémica, y esto lo prueba su carta, La irrefutable evidencia. 

La alusión a Uruguay como la Suiza de América refiere a una realidad aún más desfasada que la del uso de camisas con cuellos puntiagudos y sangría con sanguijuelas. De hecho, y sin haber vivido la época en que mi país podía preciarse de tal apelativo, ahora pienso que –como quien se harta de las chaquetas de polyester de la moda masiva, y va en busca de un saco de terciopelo auténtico en los percheros de las tiendas vintage- mi última carta podría ser la expresión de un anhelo por recuperar, como país, aquellas virtudes políticas de antaño. 

Usted me pregunta, entre otras cosas, si el Estado administra bien la educación. Y, muy a mi pesar, debo responderle que no. Este es un hecho lamentable, especialmente para un país reconocido por ser de los primeros en el mundo en establecer un sistema de educación gratuita, laica y obligatoria. Pero un mal administrador no es nunca, per se, razón suficiente para refutar la importancia de lo que gestiona. La educación pública es uno de los garantes principales de la igualdad de oportunidades y, sin desestimar los beneficios de las propuestas privadas, debemos velar por ella si no queremos que la educación termine expuesta en tenderetes o vidrieras, accesible sólo a aquellos que puedan pagar por ella. 

Sigo pensando que es “falsa la opinión de que lo privado es siempre más eficiente que lo público”. Tan falsa como la aseveración contraria, que usted infiere aplicando la prueba ácida de Eco. Ambos enunciados impugnan al pensamiento binario que concibe a lo público y lo privado como antagónicos y excluyentes: o lo público es eficiente, o lo es lo privado, pero no ambos.  Así, tiene razón cuando dice que no es una afirmación dogmática (solo las incondicionales lo son), y por eso confío en su veracidad y pertinencia: en el campo de las expresiones humanas son “los condicionales” los que se juegan el partido, mientras “los absolutos” observan y juzgan desde el área técnica.

Por otra parte, creo que no nos viene nada mal una buena siembra de duda o desconfianza. Para empezar, porque es el más eficaz antídoto contra el populismo, que se alimenta del sectarismo propio de la lógica binaria, y juega tanto en la cancha del paternalismo como del liberalismo políticos. De todas formas, el llamado a desconfiar en la lógica del mercado como garante del bienestar social no implica necesariamente una apelación a las bondades de la gestión pública, que es siempre circunstancial porque depende de los eventuales “administradores” elegidos por el electorado.  

Es verdad, el Estado no es el God de Lennon, ni tampoco un inmenso cementerio donde se entierran todas las expresiones de la vida individual, como sentenció Bakunin. Mucha más justicia le hizo Agustín de Hipona cuando dijo que “es una reunión de hombres dotados de razón y enlazados en virtud de la común participación de las cosas que aman”. 

Podemos cuestionar a la democracia, sí, pero si convenimos en que es “el menos malo de los sistemas políticos”, entonces estamos obligados a buscar –en medio del conflicto- consensos racionales. Esto requiere de la convivencia entre las diversas partes, y ésta –desde hace 2500 años- sucede en el ágora (el espacio público, común a todos los ciudadanos) y no en el mercado o cualquier otro lugar donde solo algunos son admitidos.  

Por eso, mi inquietud no refiere a si debemos ampliar o no las competencias del Estado (creo que esta es una cuestión claramente secundaria), sino a cómo construir espacios comunes donde reunirnos para, razón mediante, ocuparnos de las cosas que nos importan como ciudadanos.

Es verdad, el Estado no es el God de Lennon, ni tampoco un inmenso cementerio donde se entierran todas las expresiones de la vida individual, como sentenció Bakunin.

 

Desde el Expreso Pocitos
 

De Leslie Ford,del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Estimada Magdalena:

 

No lamente usted que su país no ostente ya el título de la Suiza de América. Parecerse a Suiza hoy no es tan recomendable, como hace 50 años atrás. Nuestros viejos países europeos parecen ya tener muy poco que ofrecer. Asiáticos y africanos, con más ganas de vivir que nosotros, están rechazando nuestro legado y sentando en estos territorios las bases de una sociedad de la que ignoramos casi todo, excepto que no será la que nosotros les hemos querido vender. Mi consejo: no miren a Suiza, mírense a sí mismos: ¿Qué tan difícil es hacer que funcione un país de apenas 3,5 millones de habitantes?

Desde sus primeras cartas vuelve usted, una y otra vez a la figura del ágora -el espacio de la discusión de la cosa común-, amenazada continuamente de inexistencia por sus archienemigos, a saber: la tiranía de los cerdos de la granja de Orwell; las mentiras adormecedoras del populismo, como el soma en el Mundo Feliz de Huxley; y el individualismo que hace perder todo interés por las cosas que deberían importarnos como miembros de un todo supraindividual. 

El concepto de ágora es, en sí mismo, optimista. Expresa y contiene lo mejor de la política, a saber: la creencia de que al final, pase lo que pase, los hombres y mujeres que componemos la polis arreglaremos nuestros problemas hablando -y no arrancándonos mutuamente el cuero cabelludo, como han pretendido, en otras épocas Hitler, Caballo Loco o Ernesto Guevara.

Pero el ágora presupone ciertas condiciones para funcionar. En primer lugar, el afecto entre los miembros de la polis, y especialmente entre los políticos, que son los responsables de canalizar las discusiones comunes. Este cariño, que puede parecer utópico, ha existido, intermitentemente, en muchas democracias. No la aburriré con ejemplos de la vieja Inglaterra, porque estoy seguro de que, quizás varias generaciones atrás, no le costará a usted evocar en el Uruguay de su bisabuelo, una corporación política internamente mucho más amistosa que la actual. Discutirían, eso es seguro, pero después tomarían café en el Expreso Pocitos (¿existe todavía aquel espléndido bar cerca de la rambla?). Hoy esto es difícil de encontrar y, en la mayoría de las más antiguas democracias reinan, en lugar del diálogo, el agravio, el desprecio y la descalificación personal.

La segunda condición para la existencia del ágora es, sin lugar a dudas, la educación. En el ágora sólo puede interactuar gente educada, en el sentido menos clasista, pero no menos sofisticado, de la palabra. La falta de educación de los ciudadanos imposibilita la democracia. En una reciente entrada de un blog de cine, leí algo que puede venir bien aquí: “El personaje interpretado por Henry Fonda en Doce hombres sin piedad me hizo comprender que, a menos que todos los ciudadanos fueran ejemplares, el jurado popular era una institución moralmente peligrosa”. Una democracia sin educación se convierte también, antes o después, en una institución peligrosa, presa fácil de demagogos poco elegantes.

En este sentido, comparto su afirmación de que “la educación pública es uno de los garantes principales de la igualdad de oportunidades” y que, por definición, tiene que estar al alcance de todos. 

Por eso la llamamos pública, porque es un derecho social universal, no porque su ejecución corresponda naturalmente al Estado. Son los padres, por el contrario, los que tienen por naturaleza el derecho y la obligación de que sus hijos crezcan en el ecosistema de categorías, valores y creencias particulares de cada familia. Sería absurdo que el Estado pretendiera intervenir, de manera no natural (unnatural manner), en contra de los criterios de los padres. En cambio, sí debe favorecerlos, incluso con subsidios y amplias políticas generales, pues es poco lo que una familia aislada puede aspirar a lograr sin el empujón del todo social. 

Para terminar, me gustaría que me conceda que el auge de la educación privada –que ha llevado, es verdad, a ciertos abusos que deben ser corregidos– no es principalmente culpa del mercado y de los malvados capitalistas, sino del derrumbe, tan intolerable como universal e irresponsable, de la educación estatal en muchos países -entre los que, desde luego, espero no se encuentre nuestra querida República Oriental.

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