Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Father and Son

Tiempo de lectura: -'
10 de febrero de 2019 a las 05:00

De Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford
Querida Magdalena:

 

Father and Son
 

He sentido siempre hacia mis padres un enorme cariño. En mis cartas, he hablado poco de ellos. De mi madre, casi nada; y de mi padre, dando quizás una impresión equivocada: la de un hombre severo, un maestro tradicional que no dudó en mandar a su hijo adolescente a la Cárcel de Reading, por un error de juventud –que usted y Spinoza se apresuraron a absolver sin juicio previo–.
Sin embargo, incluso a través de mi adolescencia atormentada, si es que pasé por tal cosa, nunca dejé de sentir por ellos un afecto y una admiración que han sido luego mayores mientras me hacía más viejo.

Y es curioso, porque mi hermana y yo advertíamos que aquel cariño nuestro, que sentíamos natural y diría que necesario para que el cosmos fuera el cosmos, era –más allá de los límites de nuestro cottage familiar– contracultural. No digo que todos, pero sí que una buena cantidad de nuestros amigos, tanto en Londres como en París, solían decir cosas como: “Mis padres son unos tontos”. O más general y despiadadamente: “Los padres son una mierda”. En Francia les gustaba aplicar a los progenitores este adjetivo fantástico: dégueulasse.
Hubo una ruptura generacional que se manifestó en los años 60 y que –esta es mi teoría–, en los años 70 se intelectualizó. Esto se ve claramente en las canciones de uno y otro período.

En la magnífica She’s Leaving Home (1967), The Beatles hablan de unos padres cuya hijita ha abandonado el hogar. Mientras ella siente que se ha liberado, ellos no entienden lo que ha pasado, ni qué han hecho mal: “Why would she treat us so thoughtlessly?”  (¿Cómo ha podido hacernos esto?). Está el contraste, está la mutua incomprensión.

En Francia, pocos años antes (1964), Barbara cantaba en su espeluznante Nantes, que siempre sospechamos autobiográfica, la visita de una hija abandonada a su padre moribundo. Se puede sentir en la letra el dolor, el daño y la lejanía, pero también la piedad y el perdón que la hija viene a ofrecer: “Il voulait avant de mourir, se rechauffer à mon sourire” (Quería, antes de morir, reconfortarse con mi sonrisa…).
Ya en los 70, el tono se hizo más intenso, acusador.

En Father and Son (1970), de Cat Stevens (con su famoso cambio de octava, según quién sea el que habla en ese momento), el padre es caracterizado como un tipo que se las sabe todas y que, bajo una primera apariencia de comprensión, en realidad trata de inocular en el hijo, el veneno de la desesperanza: “Take your time, think a lot, / for you will still be here tomorrow, but your dreams may not” (Tómate tu tiempo y piénsalo bien, porque quizás mañana tus sueños te hayan abandonado…). El hijo no puede ya soportarlo: It’s always been the same old story / Now I know I have to go (Siempre ha sido igual… y ahora sé que me tengo que largar…).

La canción Mother (también de 1970), de Lennon, reprocha a los padres, en términos desgarradores, el abandono: “Mother, you had me but I never had you…/ Father, you left me but I never left you… /Goodbye…” (Madre, tú me tuviste, yo no te tuve… Padre, tú me dejaste, no yo a ti… Adiós…). 

Ya al final de la década, (1979), Pink Floyd saca otra canción con el mismo título: Mother. Pero esta vez no es contra la madre que se ha ido, sino contra la que se ha quedado y que es insoportable. Y si la otra era la gran culpable por su ausencia, esta lo es por su presencia. ¡Ojalá se hubiera ido! “Hush now baby, baby, don’t you cry./ Mama’s gonna make all your nightmares come true” (Vamos, niñito, y no llores, mamita va hacer que tus pesadillas se hagan realidad...).

Como es lógico, yo me imaginaba entonces que por una oculta maldición musical o literaria, solo era posible escribir cosas malas sobre los padres. Pero en 1984, me puse de novio con María y ella me hizo escuchar el Soneto a Mamá (1974) de Joan Manuel Serrat –y así rompió el hechizo y la maldición: “No es que no vuelva, porque me he olvidado –dice Serrat– de tu olor a tomillo y a cocina… Es que perdí el camino de regreso”.

Bien: no hace falta estar en una canción de los años 70 para irse de casa. Irse, no porque los padres hayan sido unos verdugos, ni los hijos unas víctimas. Sino porque, al final, eso es lo que los hijos hacen siempre: irse. Con un muñeco de trapo bajo el brazo, hacia el futuro. 

Como es lógico, yo me imaginaba entonces que por una oculta maldición musical o literaria, solo era posible escribir cosas malas sobre los padres.

 

Para irse de casa
 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:

Su última carta no ha podido ser más oportuna. Tanto, que animó en mi la sensación de una coincidencia cósmica. Siempre me sentí particularmente atraída por la idea de que las cosas suceden por obra y gracia de una gran razón providencial, tan inexplicable como segura, y que solo hay que mantenerse alerta para poder advertir la sincronía, y disfrutar de su naturaleza enigmática y asombrosa. Por eso, y sin poder dilucidar por qué, pienso que no es casualidad que me escribiera una carta sobre el siempre inacabado proyecto de ser padres, y también hijos. 

En menos de una semana, mi hija mayor pronunciará el “Sí” que la convertirá en una mujer unida en matrimonio. ¡No se imagina la dicha que corre como un torrente por mis venas mientras escribo esta última línea! El ver a una hija tomar una decisión tan trascendente infunde la tranquilidad de saber que ha encontrado un camino por el cual transitar su vida, y la voluntad para hacerlo. Y en el reino del relativismo individualista este es, sin duda, un motivo de festejo. Sin embargo, no puedo evitar sentir una cierta desgarradura interna que después de leer su carta, identifico con la resistencia a dejar volar a un hijo, simbolizada en el abrazo aprehensivo de la madre en la canción de Pink Floyd. Por esto, hoy le escribo desde las entrañas de un aluvión de emociones encontradas. Escribir así es mucho más trabajoso, y por eso hace rato que vanamente intento encontrar un silencio interior donde poder pensar en forma clara y distinta… Creo que esta será la carta más difícil de todas las que le he escrito hasta ahora, porque hoy tengo ganas de escribirle pero sin estar segura de poder llegar a una conclusión. 

Como hija de los 70, comulgué muchas veces con varias de las impresiones representadas en las canciones que cita en su carta. Si bien nunca sentí un desprecio tan enfático por mis padres, sí puedo rememorarme cantando Mother como si en esa canción se cristalizara la realidad que me envolvía en aquellos años de adolecer jovial. En ese entonces, solo veía a la madre que usted describe en su carta, pero con los años esa interpretación cambió. Digo esto, porque aún hoy sigo coreando a viva voz esa misma canción (que es, en mi opinión, uno de los hitos de The Wall) pero no solo como hija, sino también como madre. Y entonces, ya no estimo a aquel abrazo materno solamente como una prisión asfixiante, sino también como un sostén que contiene y ampara. Porque el aprendizaje de ser madre es forzosamente experiencial, y basta tenerlo para comprender que en la contención que da seguridad se forja la daga que amenaza con cortar las alas de nuestros hijos. 

Nietzsche dijo que no existe el amor incondicional, con la excepción de aquel que siente una madre por su hijo. Y justamente por eso, el amor de una madre puede llegar a ser tan comprensivo como asfixiante. Las condiciones representan límites –siempre tan necesarios – y como madres, nos vemos obligadas a levantar los mojones que la naturaleza de nuestro amor descarta. ¡No se imagina cuán ardua es esa tarea, Leslie! Es esta desgarradura interna, vestigio de otro corte simbólico del primigenio cordón umbilical. Por todo esto es que puedo empatizar (aunque no necesariamente condescender o justificar) con esa madre rechoncha y amargada, que ilustró Gerlad Anthony Scarfe para la película The Wall. Empatizo porque entiendo que siempre es difícil encontrar y persistir en el equilibrio que hace a la virtud y, por tanto, a lo que consideramos una “buena madre”. Pienso que la afamada expresión de Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mi circunstancia”, aplica para la experiencia de ser padres, pero, claro está, para entender esto no son suficientes los manuales. Debemos serlo para comprenderlo. 
Ignoro la circunstancia de la madre de Waters, pero desde la mía –hoy tan particular– le agradezco de corazón sus palabras. Porque sí, es verdad, al fin y al cabo, una madre siempre debe sentirse orgullosa de ver a sus hijos proyectar en libertad su futuro, y emprender su camino con la frente bien alta. Concluyo esta carta eligiendo quedarme con ese sentimiento, y diciéndole que está usted formal y cordialmente invitado a la celebración del casamiento. 
 

 

 

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