Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Feminismo y chesterton

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19 de mayo de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie

 

Feminismo a contrapelo
 

El domingo pasado se celebró el Día de la Madre en Uruguay.  No sé cómo es en Inglaterra, pero aquí tiene un enorme impacto comercial. Junto a la Navidad, el Día de la Madre es el bocato di cardinale  de shoppings, ferias y locales comerciales.  Esto genera cierta suspicacia, e incluso rechazo, en personas que juzgan a esta celebración como un mero fetiche de la sociedad de consumo. Y si bien esta sospecha tiene su fundamento,  es cierto que, como síntoma, este dispendioso ajetreo denota un significado bastante más profundo, que podría resumirse en una frase de Joyce: “Si hay algo seguro en este apestoso estercolero del mundo, es el amor de una madre”.   

Le confieso que me encanta el Día de la Madre.  La expectativa de amanecer con un delicioso desayuno preparado por mis hijos, y tomarlo todos juntos en la cama, amerita el entusiasmo. Este ritual, que se repite indefectiblemente todos los años, tiene una carga simbólica difícil de poner en palabras.  Comprobar como nos va quedando cada vez más chica la cama es experimentar el paso del tiempo, y sentir que en medio del cambio inevitable hay algo que persiste inmutable; el amor que siento por cada uno de ellos.  Esto me recuerda a Parménides de Elea, quien afirmó que debe de existir lo permanente -a lo cual denominó Ser- detrás de lo que está en constante cambio –el no-Ser- que es siempre accidental y aparente. Para el filósofo eléata el Ser es lo único realmente sustancioso y digno de ser valorado. Pese a su radicalismo, es cierto que lo permanente nos concede la seguridad que precisamos en un mundo cada vez más inconstante. Y créame que esa tregua la experimento muy especialmente en el amanecer del Día de la Madre. 

Espero que no me tome por cursi.  El amor es un concepto que ha sido históricamente vapuleado hasta convertirlo en un objeto de consumo, envasado en corazones rojos, películas con el clásico desenlace de “y vivieron juntos para siempre”, chlichés de todo tipo y novelas de Corín Tellado.  Sin embargo, de superfluo el amor no tiene nada. No en vano el mismo Parménides señaló que “el Amor es el primer dios que fue concebido”.  La razón detrás de esta intuición es que el amor es potencia creativa. Eros, dios griego del Amor, es la fuerza cósmica que preside la constitución misma del universo. Por eso Freud recurre a él para bautizar a uno de los dos instintos básicos del ser humano: el que tiende a la preservación de la vida, la unión y la creatividad.  Su impulso es lo que posibilita toda creación: del mundo, los reinos de la

Naturaleza, artes, lenguas, ciencias y filosofía. 

Mas el amor no se brinda como “perejil en feria” a cualquier aspirante.  Junto a Pascal, podemos afirmar que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”: amamos a quien reúne condiciones que nuestro corazón estima valiosas o significativas. Pero si, por h o por b,  ese alguien desiste de las cualidades que dan razón a nuestro corazón para embelesarse, es muy probable que el amor también se transforme.

Así, el amor condicional es contingente, y por ende, insuficiente para darnos la seguridad y confianza que necesitamos. 

Pero si el amor está sujeto a condiciones, el de una madre se mofa de esta predisposición.  “¿Cuando habéis oído decir que una madre quisiera ser pagada por su amor?”, se pregunta Nietzsche. Quizás existan algunas, sí, claro: las generalizaciones siempre abrazan las singularidades que se les oponen.  Pero el corazón de una madre es generalmente animado por una voluntad que desmantela todas las condiciones de la más consistente razonabilidad.  En esto radica  su potencia y su influjo liberador. 

“El amor incondicional responde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano”, subraya Erich Fromm. Y sin desestimar otras expresiones posibles, las madres tenemos el privilegio de ser un manantial espontáneo que calma y colma esta humana aspiración. 

En el eterno retorno de lo mismo concebido por Nietzsche, no dudaría un instante en reelegirme mujer una y otra vez.  Antes, incluso, de ser madre, ya sentía esa íntima confianza. Pero es en este amor a mis hijos, libre -de condiciones-, donde confirmo mi feminismo y me siento especialmente empoderada.  

“El amor incondicional responde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano”, subraya Erich Fromm.

 

Chesterton y las madres
 

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.
Querida Magdalena

 

Atendiendo a su curiosidad, le informo que la celebración de la maternidad, en el Reino Unido, tiene una doble fecha -porque nada es sencillo en nuestras viejas naciones. 

El Día de la Madre, propiamente dicho, es el 25 de marzo, justo nueve meses antes de la Navidad; cualquiera puede entender por qué. Tradicionalmente era día libre para los sirvientes que solían usarlo para volver a casa y visitar a sus madres ya que, en general, no podían hacerlo durante el resto del año. 

El Mothering Sunday, por su parte, es también una tradición antigua y, en su origen, también una fiesta religiosa, para celebrar la maternidad y los nacimientos. Ciertamente tenía que ver con la llegada de la primavera y el renacer de la vida. Y se celebra siempre tres domingos antes de Pascua: este año, el 31 de marzo.

Yendo ahora al fondo de sus argumentos, me ha parecido detectar una nota de reserva en su carta de esta semana, como si  no estuviera del todo convencida de lo que hacía. Ni de tener que  acometer cierta defensa de la maternidad, ni de tener que explicar la plenitud que, personalmente, ser madre supuso para usted. Sin embargo, créame, tanto su apología como sus referencias autobiográficas son hoy más necesarias que nunca, pues ni el pensamiento único, ni el terrorismo feminista tienen un entendimiento amistoso de la maternidad. 

Empezando a tomar algunas notas para mi respuesta, me encontré con un párrafo de G.K. Chesterton que, enseguida lo supe, contiene y mejora muchos de mis pensamientos al respecto. No tanto la humildad como el sentido común me lleva a cederle la palabra de inmediato:

“Concediendo que la humanidad ha actuado al menos naturalmente dividiéndose en dos mitades, distinguiendo así respectivamente los ideales de talento especial y de cordura general (que son realmente difíciles de combinar por completo en una sola mente), no es difícil ver por qué la línea de escisión ha seguido la línea del sexo, o por qué la mujer se convirtió en el emblema de lo universal y el hombre de lo específico…. Dos gigantescos hechos de la naturaleza llevaron a esto: primero, que la mujer que cumple con frecuencia sus funciones literalmente no puede ser especialmente prominente en el experimento y la aventura; y segundo, que la misma operación natural la rodea con niños muy pequeños, que no requieren tanto que se les enseñe mucho de algo como todo. Los bebés no necesitan que se les enseñe un oficio, sino que se los introduzca en el mundo. En pocas palabras, la mujer generalmente está encerrada en una casa con un ser humano en el momento en que éste hace todas las preguntas posibles (y algunas imposibles). Sería extraño que la madre conservara algo de la estrechez de un especialista.

Ahora, si alguien dice que este deber de iluminación general (incluso cuando se libera de las reglas y las horas modernas y se ejerce de manera más espontánea por parte de una persona más protegida) es en sí mismo demasiado exigente y opresivo, es algo que puedo entender. Solo se me ocurre añadir que nuestra raza pensó que valía la pena echar esta carga sobre las mujeres para mantener el sentido común en el mundo.

Pero si se comienza a hablar de estas tareas domésticas como algo no sólo difícil, sino trivial y triste, simplemente dejo de entender. Pues no puedo, con la máxima energía de la imaginación, concebirlo. 

Cuando se califica a lo domestico de pesado, la dificultad radica en un doble significado de la palabra. Si la monotonía significa trabajo terriblemente arduo, admito que la mujer se mete en la casa, del mismo modo en que un hombre puede hacerlo en la Catedral de Amiens o tras una cañón en la batalla de Trafalgar. Pero si significa que el trabajo duro es más pesado porque es insignificante, incoloro y de poca importancia para el alma, entonces, no puedo acompañar el argumento.

Ser, al mismo tiempo, la reina Isabel, decidiendo ventas, banquetes, labores y feriados; Whiteley, proporcionando juguetes, botas, sábanas, pasteles y libros; Aristóteles, enseñando moral, modales, teología e higiene… Puedo entender cómo esto puede agotar la mente, pero no puedo imaginar cómo podría limitarla.

La función de una madre es laboriosa, pero debido a que es gigantesca, no porque sea insignificante.” 

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