Opinión > PENÉLOPE, RUTH Y LAS DEMÁS

Feminismo y voz: un silencio que rompe vidrios

Cuando el botón de off es también autoimpuesto o impuesto por otras mujeres
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18 de marzo de 2019 a las 05:03

¿Es cierto que las mujeres son silenciadas? ¿Quiénes las silencian? ¿Por qué? ¿Se trata únicamente de misoginia? ¿No ha cambiado para bien esta realidad? Y las preguntas podrían seguir, incluyendo el silencio (que en esta columna equiparo a ausencia de voz pública) autoimpuesto o el que exigen mujeres a otras mujeres. Pero primero quiero contarles una historia.

“Mamá callate. Callate y andá para tu cuarto a dedicarte a tu tejido y a tus cositas. Hablar es cosa de hombres y sobre todo es cosa mía, porque yo tengo el poder en este hogar”. Alguna vez le dijimos a nuestras madres “callate mamá” y alguna vez nuestros hijos nos dijeron "callate mamá” (o papá). Pero la cita que reproduzco es mucho más que las palabras irreverentes de un hijo. Es la demostración escrita en un clásico de la literatura de la humanidad, La Odisea, de que durante milenios la voz de las mujeres fue sistemáticamente desoída y manifiestamente apagada en la esfera pública.  

La frase anterior es una traducción infiel y en términos cotidianos de lo que le dijo Telémaco (1), el hijo de Penélope y Odiseo, a su madre, al comienzo de esta historia que ha formateado nuestros mitos y formas de pensar y hacer, incluso si nunca la leímos. Si este es el caso, solo hace falta saber que Odiseo era el gran héroe en guerra con los troyanos que tardó 10 años en volver al hogar y Penélope la paciente esposa que lo esperó, desoyendo los consejos de propios y ajenos que le decían que debía casarse nuevamente, para lo cual decidió tejer una trama que, cuando fuera terminada, la obligaría a elegir marido. El tejido era infinito. Esta mujer era sabia, pero no tenía derecho a hablar en público.

Reflexioné por primera vez sobre esta asociación (Penélope y la voz pública de las mujeres) cuando hace uno o dos años leí una conferencia de la inglesa Mary Beard, una profesora de literatura clásica que en los últimos tiempos se ha vuelto una figura respetada en relación al feminismo y en este particular terreno de lo que nos heredan las tradiciones milenarias que se relatan en la literatura.  

“Tal como lo explica Homero: una parte integral del crecimiento de un hombre es aprender a controlar lo que se dice en público y a silenciar a las mujeres de la especie. Las palabras que utiliza Telémaco son también significativas. Cuando dice que “la palabra” es “cosa de hombres”, dice muthos (…) En el griego homérico se refiere al discurso público con autoridad (no la charla, el cotorreo o los chismes que cualquiera –mujeres incluidas, o sobre todo las mujeres– puede practicar)”, dijo Beard.

Más de dos mil años después, una abogada brillante, de pequeña estatura y feroz terquedad, se paró frente a los jueces de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos (era el año 1971) y por un instante que pareció interminable quedó muda. Era Ruth Bader Ginsburg, egresada de Harvard y Columbia, profesora de leyes, madre y esposa y llevaba adelante un caso que hizo historia, el primero en el que se aplicó la cláusula constitucional de protección de equidad para anular una ley que discriminaba en base al género.  

Uno de los jueces le dijo entonces: “La palabra mujer no aparece ni una sola vez en la Constitución de Estados Unidos”. Y la abogada respondió: “Tampoco, la palabra libertad, señor juez”. Finalmente Ruth habló e hizo historia.

En 1993 fue nombrada jueza de la Corte Suprema y permanece en su cargo hasta el día de hoy (mientras que escribo cumple 86 años, el 15 de marzo); es uno de los símbolos constantes y sonantes más reconocidos en lo que refiere a la lucha por la igualdad de derechos de género y una película recién estrenada en Montevideo, On the Basis of Sex/La voz de la igualdad cuenta parte de su historia. Su popularidad es tal que ya se la reconoce solo por sus iniciales: RBG.  

El relato reinventa el que tantas veces escuchamos sobre el sitio de Troya y en él Aquiles no es tan heroico, Helena no es tan puta y Paris no es tan galante.

Ese silencio, que el espectador sufre al presenciarlo en la película, afectó a esta mujer inteligente, educada, luchadora y con una voz vibrante que se sigue haciendo oír. ¿Por qué?

“Las mujeres que reclaman una voz pública son tratadas como andróginas excéntricas”, dijo Beard en su conferencia. Las que consiguen una voz pública potente muy frecuentemente deben recurrir a estrategias asociadas a características masculinas. Margaret Tatcher se entrenó para que su voz aguda no sonara tan femenina. La reina Isabel I habría dicho en 1588 a sus tropas: “Se que tengo el cuerpo de una mujer débil, quebradiza, pero tengo el corazón y el estómago de un rey, y además de un rey de Inglaterra”. No hay certeza histórica de que haya pronunciado estas palabras , pero son enseñadas así a los niños en las escuelas inglesas, destaca Beard.  

La historia y la literatura están plagados de casos similares; en los últimos tiempos, una nueva camada de escritoras comenzó a dar voz a quienes frecuentemente no la tuvieron a la hora de escribir mitos y realidades. La inglesa Pat Barker en su último libro, The silence of the girls, elige la voz de una mujer noble, Briseis, que termina esclavizada. El relato reinventa el que tantas veces escuchamos sobre el sitio de Troya y en él Aquiles no es tan heroico, Helena no es tan puta y Paris no es tan galante.

Cuando una mujer como Fabiana Goyeneche -joven, feminista, educada y con la inmensa ventaja de contar con una voz que reverbera porque ocupa un cargo público- dice “Yo creo que no se puede ser feminista y de derecha”, reproduce el legado de silencio que le ha sido tan útil al statu quo durante miles de años.

Antes de hablar de misoginia y discriminación (que las hay), elijo hablar de autocensura, silencio autoimpuesto. ¿Cuántas veces escuchaste a una mujer inteligente, educada y luchadora decir alguna variación de esto?: “Yo no se tanto de eso como para opinar” o “Sería un atrevimiento que hablara de este tema que no domino tanto”. Lo han dicho, lo decimos, casi todos los días. ¿Es miedo al fracaso o al ridículo? Tal vez. ¿Es consecuencia, como analiza Mary Beard, de cientos y cientos de años de una cultura en la que la voz pública era sinónimo de voz masculina? Ciertamente.  Si mujeres educadas todavía nos silenciamos a nosotras mismas, ¿cómo harán las que no cuentan ni siquiera con esa ventaja?

El peor de los silencios no es el que nos imponen otros sino el que nos autoimponemos, porque demuestra que de alguna manera, en algún resquicio de nuestra mente, no nos creemos lo suficientemente valiosas para expresar lo que sabemos que debe ser dicho en voz alta y clara.

En estos días en los que cada vez más voces femeninas se hacen escuchar con fuerza (no solo por los gritos, sino por la contundencia de argumentos racionales que denuncian la persistente inequidad entre géneros, en todos los campos), es prioritario que evitemos que las vuelvan a apagar o que nosotras mismas presionemos nuestro botón de off.   

Y si es imperativo evitar que se acallen las voces públicas de las mujeres, lo es aún más evitar que mujeres acallen a otras mujeres. Las voces no son patrimonio de ninguna ideología. No hay voces feministas solamente de izquierda, como se han encargado de decir algunos (sí, sobre todo mujeres).

Cuando una mujer como Fabiana Goyeneche -joven, feminista, educada y con la inmensa ventaja de contar con una voz que reverbera porque ocupa un cargo público- dice “Yo creo que no se puede ser feminista y de derecha”, reproduce el legado de silencio que le ha sido tan útil al statu quo durante miles de años.

El hecho de que una mujer de derecha, de centro o apolítica no pueda ser feminista es el peor de los silencios al que podemos condenarla. Silencio igual de patente que aquel que la mujer creyó –y aún cree, en algunos casos- que es el que le correspondía porque “así es vida y este es el orden de las cosas”.

Las voces de las mujeres a veces molestan -como Penélope hubiera molestado si alguna vez hubiera dicho lo que pensaba, como molestó Ruth cuando finalmente pudo decir lo que era perentorio que dijera- y a veces se equivocan. Esto no les quita validez y la polifonía siempre debe ser incentivada, para no volver a involucionar en un camino que ha tenido avances, pero también constantes retrocesos.

Mis padres solían decir que alguna vez debía callarme, que no siempre podía contestar, truco y retruco. Nunca pensé en mi misma como una mujer silenciosa. Pero me llevó más de una semana escribir esta columna. El silencio nos pesa a todas.

(1) Una traducción más formal de lo que Telémaco le dice a su madre al comienzo de La Odisea, es: “Madre mía –dice–, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se ocupen del suyo. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio.”

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