Sonó el celular y una voz del otro lado le dijo lo que tenía que hacer si quería volver a ver a su hijo con vida. Sábado 23 de mayo de 2015. A Alejandra Rodríguez se le paralizó el corazón, y respondió.
–Si no me das pruebas de que es Nacho, yo no voy a hacer nada.
–¿Quiere pruebas?
–Sí.
Otra persona agarró el teléfono del otro lado.
–Mama, hacé lo que te dicen, si no me van a matar.
Y en el tubo volvió a escucharse la voz inicial.
–Ahí tiene la prueba. Yo la voy a llamar en cinco minutos, le voy a dar una dirección y le voy a decir la cifra que usted tiene que llevar.
–No es Ignacio.
–Usted está jugando con la vida de su hijo.
–Yo sé que no estoy jugando, él no es Ignacio.
Cuando cortó la llamada, a Rodríguez le temblaban las piernas, los dientes, el cuerpo entero. José Ignacio Susaeta había desaparecido hacía exactamente cuatro meses y tanto ella como su esposo, Juan Susaeta, seguían cada una de las pistas que recibían para encontrarlo.
Pero ahora, que pasaron cuatro años y tres meses de la desaparición de su hijo, Rodríguez recuerda la llamada de la extorsión y es el único momento de la entrevista en que larga una breve risa.
“¡Mi hijo nunca me diría mama!”, exclama. La voz que sonó del otro lado fue la clave de que alguien le estaba mintiendo.
Lo último que escuchó decir a José Ignacio fue “ya vengo”. Fue el 23 de enero de 2015, en el cumpleaños del padre. El día anterior Susaeta había llegado de Punta del Diablo, adonde se había ido de vacaciones con sus amigos de la facultad. Volvió algo impresionado con el balneario y se lo comentó a su madre mientras esperaban que se hicieran las 12. Al otro día, a las ocho de la noche, salió en el auto. Dijo que iba a pasar por lo de un amigo, buscaba a su novia, y volvían para el cumpleaños. Nunca llegó. Nunca fue a lo de su novia. Su amigo ni siquiera estaba en Montevideo.
A los días apareció el auto, trancado, con sus cosas, y una nota. Estaba envuelta en una hoja de cuaderno con la inscripción “Favor entregar en” y la dirección de su casa. No estaba dirigida a nadie. No tenía principio ni fin claro. Tres hojas que no evidenciaban una continuidad entre ellas. Era su letra, pero no se usaban los renglones y tenía varias tachaduras, algo que llamó la atención de los padres porque contrastaba con su habitual prolijidad.
Hablaba de su familia y hasta de los perros. De su estado de ánimo. Tenía frases sueltas. Pero los padres no quieren contar más. ¿Por qué? El argumento es que es parte de la privacidad de su hijo y que el mensaje no aporta a la investigación.
“Es rara, todo es muy raro. No es ni una despedida. Sinceramente pensé lo peor. Una persona que estaba deprimida, pero después de verla y recontra verla, no la llego a entender. Habla de ciertas cosas y de repente dice: ‘Nada de lo que escribí anteriormente está de acuerdo con mi condición'. ¿De qué condición hablaba? ¿Está presionado... o lo están apretando?”, se pregunta Juan Susaeta mientras repasa, una vez más, todo lo que empezó con la desaparición de su hijo.
Habla despacio, cada tanto se le quiebra la voz y si levanta la mirada muestra los ojos inyectados de rojo. Cuando ve que no puede, hace una pausa.
Rodríguez, en cambio, se muestra más fuerte. Cuenta el tiempo que pasó en meses –van 51– y habla por los dos: tienen la convicción de que su hijo está vivo.
Lo que alimentó la esperanza –y se le reaviva la voz al contarlo– fue lo que pasó el 27 de febrero, cuando la policía encontró a la contadora de la concesionaria Lestido Mónica Rivero después de dos años de su desaparición. Ella estaba en el Chuy viviendo con otra identidad.
Pero la espera es larga; los días, lentos; las frustraciones, inmensas. Y las pistas cada vez más tenues.
En febrero de 2017 a los padres de Susaeta les llegó una foto. Era la de un joven que había ido a pedir a una casa en las afueras de Salto. Frente a la casa había un banco y en la imagen se veía a una persona, de espalda, sentada, con las piernas entreabiertas, tirada para adelante. Cuando Rodríguez y Susaeta vieron la foto, no lo dudaron: era la posición de José Ignacio. Los championes se parecían. Su complexión, la forma de las piernas, su silueta.
Y allá salieron. Les habían dicho que el joven se quedaba a dormir en una colchoneta al costado de la ruta. Dos veces, sobre las seis de la mañana, fueron a esperarlo a ver si aparecía. No lo encontraron y volvieron a Montevideo. Al sábado siguiente, una mujer los llamó y les dijo que la persona que buscaban estaba en el puerto de Salto. Volvieron a la ruta. Recorrieron 300 kilómetros y cuando estaban llegando a Young, sobre las dos de la madrugada, la ilusión se desmoronó: el hombre que encontró la policía no era Ignacio Susaeta. Otra vez a Montevideo con el alma en el piso.
“Pero la espalda... hasta el día de hoy... era él.... era él…”, repite Rodríguez después de contar la derrota.
A los cinco meses de la ausencia de Susaeta, aparecieron restos humanos en Rocha. Los padres se enteraron por la prensa de que el cuerpo no estaba identificado y que le harían pruebas de ADN. De nuevo, a esperar para saber si su hijo estaba muerto. El 24 de agosto tuvieron una buena noticia: los restos no eran de él.
El mensaje llegó por Facebook. Era de un hombre que se presentó como miembro de una organización sin fines de lucro mexicana que tenía acceso a la darknet –sitios de internet inaccesibles para el usuario común– y prometía información policial de primera mano que ayudaría a encontrar a Susaeta. El intercambio con la familia tuvo varias idas y vueltas. En determinado momento, apareció el pedido de plata. El argumento era que ese dinero sería donado a los niños pobres de México. Cuando el hombre vio que los padres de Susaeta no le siguieron el juego, se contactó luego con la familia de Yanina Cuello, una adolescente que desapareció el 3 de diciembre de 2016.
Las ilusiones también llegaron desde el Penal de Libertad. Una hombre se contactó con la familia Susaeta, dijo que estaba preso y que tenía información sobre dónde estaba José Ignacio. Antes de darles información, les pidió un giro de dinero a través de Abitab.
En otro momento, tanto Alejandra Rodríguez como su esposo hubiesen salido corriendo en busca de la más mínima pista que pudiera acercarlos a su hijo. Después de varios fracasos, de posibles estafas y de varias mentiras, el corazón se les fue haciendo un poco más duro.
Las pistas sobre José Ignacio son cada vez más difusas. La policía no tiene novedades y el contacto con la familia se da cuando alguno de los padres llama por algún dato que surge en sus redes sociales.
El último fue este 23 de enero. Otro cumpleaños de Juan Susaeta y a cuatro años exactos de la última vez que vieron a su hijo salir de la casa. Una mujer escribió en el sitio web que tiene información sobre el caso. Dijo que vio a alguien parecido a José Ignacio en el hospital de Artigas. En realidad, la había visto hacía dos meses, pero tampoco se acordaba del día exacto.
Los padres de José Ignacio ya habían estado en Artigas buscando a su hijo. Fueron durante el carnaval de 2015 detrás de una pista que se borró entre los miles que caminaban por ahí en los días festivos. También habían estado en Rocha varias veces, en Paysandú, se fueron a Argentina y se fueron a Brasil. Recorrieron los 19 departamentos y cada vuelta a Montevideo es dolorosa. Esta vez, no viajaron.
Se comunicaron con la policía y al último dato certero que llegaron es que en los días en que la mujer había estado en el hospital de Artigas, también hubo un NN, una persona que fue atendida pero que no fue identificada. Las cámaras no estaban disponibles.
En el cuarto de José Ignacio Susaeta el tiempo no pasó. Todo sigue intacto y los padres y los dos hermanos apenas entran para usar la impresora.
“Te remuerde por dentro qué pueda estar pasando. Saber que tu hijo puede estar muerto es duro. Pero yo creo que es más duro que pueda estar sufriendo”, dice Juan Susaeta, y sigue: “Eso es lo que me carcome. Me levanto y pienso: ¿está pasando frío? ¿Está pasando hambre? ¿No está en libertad?”
El hermano más chico estaba en quinto de escuela cuando el mayor desapareció. Cuando entró en el liceo, decía que quería estudiar informática “como José”. Con el tiempo, eso cambió.
Hay cosas que también cambiaron pero se empeñan en no hacerlo. A veces, la mesa para cenar se arma con cinco platos.
Otras veces, la gente los reconoce en la calle. “¿Alguna novedad?”, le preguntó hace un tiempo al padre un hombre que estaba en la estación de servicio de El Pinar. En setiembre, cuando habían pasado 44 meses exactos de la desaparición de José Ignacio, una persona se acercó a la madre en el supermercado. “Tú sos la mamá de Ignacio, ¿no? Porque hoy es 23…”. Rodríguez se puso a llorar.
Todos los meses, cuando llega el 23, la madre escribe un recordatorio en la página de Facebook para que la gente ayude a encontrarlo. Ella lo explica así: “Tenés que estar firme, porque yo siempre digo, mi esperanza es estar bien el día que pueda abrazar a mi hijo de nuevo. Después no sé qué me pasará, pero hasta ese día, yo tengo que estar en pie”.
Además de la desaparición de José Ignacio Susaeta, hay cinco investigaciones que tuvieron más dificultades de las habituales para resolverse. Dos de ellas están cerradas.
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