Pepe Carvalho, personaje de de las novelas policiales de Vázquez Montalbán.
Ángel Ruocco

Ángel Ruocco

La Fonda del Ángel > historia

La buena mesa y los detectives de ficción

En los últimos años la novela policial empezó a mantener una estrecha relación, no por cierto ilegítima, con la buena mesa.
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01 de septiembre de 2015 a las 00:00

En los últimos años, fundamentalmente por obra y gracia de dos autores, uno español, Manuel Vázquez Montalbán, y otro italiano, Andrea Camilleri, la novela policial empezó a mantener una estrecha relación, no por cierto ilegítima, con la buena mesa.

Según decía Vázquez Montalbán, “se ha establecido una oculta relación entre lo gastronómico y lo criminal.”

No es que antes de Vázquez Montalbán y de Camilleri no se encontraran en la literatura policial moderna menciones a la comida y a la bebida, pero en modo alguno tenían éstas la importancia y abundancia que se les da en las andanzas del peculiar detective privado Pepe Carvalho, un verdadero gourmand, alter ego del escritor catalán, y del comisario Salvo Montalbano, creación del autor siciliano, quien no puede vivir sin los sabrosos platos de la cocina de su región.

Por otra parte, es notorio que los placeres del buen comer y beber se asocian a menudo con las actividades de organizaciones criminales como las mafias, en particular la siciliana y su filial estadounidense.

Una abundante y bien rociada comida mafiosa –acompañada por ciertos ritos- es a menudo el marco para coordinar actividades criminales, festejar el éxito de sus golpes o limar diferencias entre diferentes “familias”.

No puede entonces extrañar que la contraparte de la delincuencia, los detectives y policías (en este caso de ficción), por lo menos algunos de países donde la comida es un elemento importante en la vida social, como Carvalho y Montalbano, dediquen, entre investigaciones, interrogatorios y formulación de hipótesis, buena parte de su tiempo a la comida bien hecha y mejor servida.

No siempre fue así, por lo menos en los comienzos de las novelas policiales modernas, que según los críticos literarios tuvieron su punto de partida con “El crimen de la calle Morgue” de Edgar Allan Poe. Por ejemplo, el Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle poco o nada se ocupaba de la buena comida y las malas lenguas dicen que más bien se entretenía con un polvillo blanco que lo ayudaba a resolver los casos.

En las dignas de disfrute novelas de Agatha Christie, su personaje, el detective belga refugiado en Inglaterra Hércules Poirot, no obstante ser originario de un país con buena tradición gastronómica, al tratar de aclarar misterios en el ámbito de la alta burguesía británica, se veía constreñido cuando mucho a involucrarse en un five o`clock tea o algo por el estilo. Con más razón, el otro personaje de doña Agatha, la simpática Miss Marple, no pasaba generalmente más allá de un té con scones.

Algo cambió ya con el comisario Jules Maigret, creación del belga Georges Simenon, quien en medio de una investigación policial se bebía un Calvados, una copa de vino o una cerveza, se despachaba un plato de ternera guisada en la Brasserie Dauphine, cercana a su despacho en la Sûreté o escapaba a su casa, donde su esposa alsaciana, buena cocinera, lo esperaba con gustosos platos.

En cambio, en la novela negra estadounidense, el Phillip Marlowe de Raymond Chandler, el Sam Spade de Dashiell Hammett y el Lew Archer de Ross McDonald, entre otros, estaban sobre todo, peripecias detectivescas aparte, para el bourbon o el scotch, cócteles como el Manhattan, un Martíni con vodka, o el Gimlet, o muy ocasionalmente para una hamburguesa, unos sándwiches de manteca de maní o un café. Creo que Spade se atrevió, una vez, en Nueva Orleáns con una comida cajún.

Pero la apoteosis de la gastronomía en las novelas policiales se dio sobre todo en la obra de Vázquez Montalbán. Su detective gallego y charnego (nombre despectivo que algunos catalanes dan a los inmigrantes de una región española de habla no catalana) es un apasionado gourmand y cocinero, que disfruta cocinando, comiendo y recorriendo ese magnífico mercado de alimentos barcelonés que es La Boquería.

Son tantas y tan buenas las recetas que dieron lugar a un libro que incluye casi todas las mencionadas en las novelas policiales de Vázquez Montalbán con Pepe Carvalho como personaje. Están allí los mejores platos de Cataluña, Galicia, Asturias, Castilla, Valencia, País Vasco y otras regiones de España, así como alguno rioplatense (el matambre con chimichurri), italiano (saltimbocca alla romana y ossobuco) o indonesio.

Entre Carvalho y su amigo-ayudante-cocinero-mayordomo Biscuter nos regalan en los libros de Vázquez Montalban platos como el simplísimo y catalán pan con tomate, callos a la madrileña, caldeirada, fabada asturiana, bacalao al pil pil, arroz a banda, merluza a la sidra, huevos fritos con chorizo (como los que en 1815 comía nuestro Dámaso Antonio Larrañaga), cocido madrileño, paella, judías con butifarra, albóndigas o chorizo a la sidra, entre muchos otros.

Por su lado, el nonagenario escritor y cineasta italiano Camilleri, nacido en Agrigento como los célebres Leonardo Sciascia, Italo Calvino y Luigi Pirandello, nos ofrece en sus novelas (y respectivas películas) sin las truculencias ni tanta sangre como en las obras de sus colegas estadounidenses, lo mejor de la cocina siciliana. Lo hace a través de un comisario de provincia (perfectamente interpretado en el cine por el actor Luca Zingaretti) a quien, en homenaje al escritor catalán, le dio el apellido de Montalbano.

El comisario Montalbano es un buongustaio que come con fruición ya sea en la trattoria de Enzo Calogero, en su casa frente al mar Mediterráneo de aguas transparentes con los platos que le hace su empleada doméstica y hasta en las casas de algunos de los testigos a los que interroga en sus investigaciones.

La Pasta alla Norma (con salsa de tomates, berenjenas fritas y ricota salada rallada), los espaguetis con erizos de mar o con brócolis o con sardinas, las berenjenas de mil maneras, los arancini di riso (croquetas esféricas de arroz, huevo, carne y queso), panelle (hermanas, pero fritas, de la fainá, con masa de harina de garbanzos y perejil), cuscusú (herencia de la cocina árabe) y otros platos con atún, pez espada y mariscos, además de postres como la cassata siciliana, están en la lista de las exquisiteces que, cuando lo permite su labor policíaca, come el comisario Montalbano. Todo ello acompañado por buenos vinos sicilianos, como el blanco Corvo, dulces como el gran Marsala y los notables moscatos de Pantellería y Siracusa.

Otro más reciente autor de buenas novelas policiales, de algún modo heredero de Vázquez Montalbán, es el español Juan Madrid, creador de un detective ex boxeador, Toni Romano. Los gustos gastronómicos de Romano van desde la langosta Thermidor y el goulash a la pizza, la tortilla de papas con cebolla, los pimientos fritos, el bacalao y las raciones y bocadillos en bares de tapas. Odia las hamburguesas y la coca cola, bebe vino blanco de Colmenar, vermú, ginebra y jamás whisky.

Pero la gastronomía en la novela policial está adquiriendo todavía más espacio en los últimos tiempos. Tendré que hacerme tiempo para leer, entre otras, incluyendo alguna uruguaya, las novelas policiales “Un cadáver entre plato y plato”, del luxemburgués Xaviert Kieffer, “El aroma del crimen”, de Xabi Gutiérrez, “El chef ha muerto”, de Yanet Acosta, y la producción del cubano Padura, nuevos autores que siguen en la senda de Vázquez Montalbán y de Camilleri. Será un modo de conocer nuevos platos o variaciones de los clásicos.

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