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La Cenicienta, el tipo de cambio y el déficit

El estatismo populista tiene consecuencias ineludibles y graves. Tratar de ocultarlas o no corregirlas tiene efectos aún peores
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14 de mayo de 2019 a las 05:02

La autocomplacencia hace creer, inclusive a los académicos, que la denominación de populismo no se aplica a lo ocurrido en Uruguay en los últimos quince años. La columna lo ha definido como populismo manso oriental, para reflejar la mesura que afortunadamente le incorporó el astorismo al frenteamplismo, que además de lentificar su imprudencia le permitió demorar las consecuencias. 

Las políticas procíclicas de gasto, el reparto del patrimonio ajeno vía impuestos y tarifas, la indexación automática por inflación de salarios estatales y privados–una espiral fatal– el déficit y el correlativo endeudamiento creciente, todo dependiente de precios de commodities evidentemente transitorios y tasas de crédito baratas no pueden llamarse de otro modo, a lo que se debe sumar la letal ideología laboral que culmina con la toma de fábricas y el control obrero, dos barrabasadas consentidas y graves. Sin siquiera considerar el apoyo a Maduro. 
Todo populismo obra sobre la sociedad como el hada madrina del cuento de Perrault-Grimm: transforma de golpe los harapos en vestido de princesa y zapatitos de cristal, las calabazas en carruajes y los ratones en lacayos. Y la muchacha disfruta del baile con el príncipe. Hasta que suena la última campanada de las doce y vuelve a la realidad. 

Al conjuro del hada buena y acaso para parecer equilibrados, algunos académicos elogian ahora como un gran mérito la capacidad de endeudamiento que permitió mantener la ilusión financiando un déficit irresponsable, como si alguna vez el endeudamiento de los emergentes no hubiera estallado al primer viento en contra. (Aunque siempre será culpable alguna situación externa que cayó sobre “nuestras” cabezas como una tormenta o un aerolito) ¿La excusa para nuevos impuestos se llamará Trump, Argentina, Brasil, el precio de la soja o la mortandad de cerdos chinos? ¿O el fin del crédito? 

Acostumbrada una buena parte de la población a la bonanza de la varita mágica, obviamente que hay que esperar protestas y motines si se detiene el regalo. Eso fue lo que paralizó a Macri y le costó el gobierno con justicia. Pero cuando se analizan las series estadísticas y la historia misma, se observa que los países que para evitar el enojo popular recurrieron a mayores impuestos, no resolvieron el problema o lo resolvieron parcial y tardíamente frente al éxito de los países que hicieron el ajuste en tiempo y forma. Portugal, cuyo modelo se elogia hoy con la insistencia y estolidez del ignorante, partió de un ajuste a rajatabla, que ni siquiera tuvo la tímida moderación de los proyectos opositores uruguayos de ahora.

En el intento tantas veces inútil de evitar que se vea la realidad, otro de los embelecos que se busca es evitar la suba del precio del dólar, o la baja del peso, para mayor precisión. Si bien es cierto que eso ayuda a ganar elecciones, nada es más caro que el costo del dólar barato. (Ver Macri, Mauricio; Tratado práctico sobre control de cambio y corridas; Editorial BCRA) Sin embargo, los mismos que creen que el ajuste se puede lograr con un poquito más de impuestos, piensan que se puede controlar un poquito el tipo de cambio. Doble error. El tipo de cambio es la variable central de la economía. Rigidizarlo conspira contra la inversión y el empleo y ciertamente, cuando baja el precio de lo que se exporta es inevitable y recomendable. (Teorema no refutado de Marshall-Lerner) Y cualquier impuesto adicional va a terminar de matar la inversión y el empleo. Prueben. 

El intervencionismo monetario cortoplacista es un recurso provisorio para hacer teóricamente los cambios de fondo. Pero cuando se perpetúa es un explosivo que aumenta su potencia con cada día que pasa. Del mismo modo que acostumbrar al estado a financiarse con nuevos impuestos condena a que ese estado vuelva a gastar mal y de más y vuelva a reclamar más impuestos “razonables” para seguir funcionando. Sobre todo, cuando el estado se arroga la tarea de repartir la felicidad y garantizar el ingreso y el bienestar.

La democracia y el voto popular que los consagra es el respaldo que usan los gobiernos populistas cuando aplican sus medidas mágicas que ponen de rodillas a los países en nombre de poner de pie a sus ciudadanos efímeramente, para luego dejarlos exánimes y desprotegidos ante la inevitable catástrofe que han provocado. Esa democracia y esos votos deben servir para corregir esos rumbos a los gobiernos que apelen a la seriedad fiscal y social para rescatar a sus ciudadanos del experimento garantista populista. Las asonadas, las huelgas, los piquetes, las puebladas o las  manifestaciones callejeras no reemplazan a la democracia, y sería gravísimo si lo hicieran. No es el que más bulla mete el que debe imponer su voluntad. Más allá del derecho a meter bulla y ser escuchados. 

La primera campanada de las doce ha sonado. Muchos empiezan a buscar a una nueva hada hacedora de nuevos milagros, otros, al príncipe encantado que los rescate de la realidad, para que ambos anulen un tipo de cambio real que les molesta -y una malaria que han provocado-  y mantengan con más impuestos, más deuda, más inflación o más excusas las conquistas que la varita les otorgó. A veces el príncipe se parece a Trump, con su nuevo cuento proteccionista. Otras a Elizabeth Warren, Bernie Sanders y su angurria tributaria.  

Sin embargo, quienes comprenden e influyen la economía, incluyendo a ciertos empresarios, no deberían fomentar livianamente nuevos cuentos infantiles proponiendo el atraso del tipo de cambio o aumentando impuestos. 

Mientras tanto, la carroza empieza a tener tajadas y pedúnculo, como las calabazas y los lacayos muestran largas colas y bigotes, como los ratones. 

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