A medida que los días se van metiendo más en el invierno y el termómetro baja, vemos venir el momento con una mezcla de ansiedad y certeza. Tal vez la imagen no ronde las cabezas con la nitidez suficiente y de manera tan explícita, pero la pulsión está; seguramente sea parte de un instinto primitivo que se despierta con el frío y que pide fuego. Calor, claro, pero sobre todo fuego. Así, prender la estufa a leña en invierno ya se ha convertido en un ritual más que en otra cosa, al menos para quien pueda costearlo. En ese sentido, aquellos que tienen la posibilidad de tener en sus hogares una boca de concreto diseñada para aguantar kilos y kilos de troncos que se consumen en las llamas tienen los pasos bien aprendidos y los repiten cada año como una bienvenida inalterable a los meses más helados del año. Pero, ¿es redituable hacerlo? ¿Hasta qué punto es una manera de calentarse y cuándo pasa a ser un lujo extra y costoso? ¿Por qué seguimos prendiendo la estufa cuando tenemos equipos inteligentes y más económicos?
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