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La guardia terminó: Game of Thrones se despide con altibajos, pero marcó a una generación

Aunque la última temporada, y en especial el último tramo, tuvo sinsabores y poco sentido, la serie de HBO será recordada como uno de los hitos más importantes de la historia de la TV
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20 de mayo de 2019 a las 16:00

Advertencia: esta nota contiene spoilers del último capítulo de Game of Thrones; si no vio la serie y planea hacerlo, no siga leyendo.

El Trono de Hierro que se derrite bajo el fuego de Drogon. Arya estira un mapa del mundo desconocido sobre la mesa y con él su legado como la máxima aventurera de Poniente. Sansa, la que siempre fue reina, coronada al fin en su hogar. Bran El Roto, es el inesperado rey de los ahora Seis Reinos. Y Jon mira una última vez al sur, enfilando hacia el mundo nevado en el que dejó una parte de su corazón. El ciclo termina con el cierre de la misma puerta de hierro helado que abrió, por primera vez, en 2011.

Es difícil procesar los finales. Lo más frecuente es enfrentarlos con una armadura hecha a base de negaciones. Esto no me gusta y esto no es lo que quiero; esto está mal y esto no tiene que pasar. Aceptar que algo como Game of Thrones –que parecía interminable, imposible de culminar, el pico de la era dorada de la televisión– escribió su punto final es difícil de creer. Al menos para aquellos que hoy, el último lunes después, lidiamos con un vacío extraño y desacostumbrado. Más de un lector ajeno a esta ficción medieval pensará que tanto pamento es demasiado, que al final fue una serie más. Bueno, utilizando algunas palabras de un querido personaje llamado Ramsay Bolton, si creen que esto fue solo una serie es que no estuvieron prestando atención.

Sin embargo, por lo propuesto en la séptima temporada y a medida que los capítulos finales de esta octava y última entrega se iban sucediendo, los fanáticos tuvimos que tomar una decisión que garantizara nuestra sanidad mental. Con la mortaja de las expectativas cediendo ante los agujeros en el guion y los giros inexplicables en los que se sumió la última temporada, al menos de este lado del teclado se tomó una decisión rotunda: ¿tirar a la basura ocho años de disfrute total, de teorías, de conversaciones, de lecturas y relecturas por la incomodidad y la decepción que produjeron un puñado de episodios escritos con torpeza y apuro? No en el caso de este espectador, no en esta guardia.

Y así el final se convirtió en un cierre mucho más amigable. Los reencuentros de los Stark fueron esperados y emotivos, el capítulo A Knight of the Seven Kingdoms recuperó una esencia casi perdida y cerró con una escena para recordar, la Batalla de Invernalia sacudió las emociones y marcó un pico de tensión para la temporada, la locura de Daenerys quemando todo impactó y descolocó, y el final se sintió, al menos, como un final posible. ¿Más dulce de lo esperado? Es posible. ¿Con muchos cabos sueltos y sinsentidos? También. Pero así y todo, fue el final. Y a grandes rasgos, bastante correcto.

Muchas resoluciones son satisfactorias. En aspectos más generales, Daenerys sí pudo concretar su misión y romper la rueda. La coronación de Bran Stark como el primer rey de algo que se asemeja bastante a la democracia es el colofón para una campaña militar que bajó a una de las principales protagonistas de la serie desde su pedestal mesiánico hasta el averno de la locura. Su muerte a manos de Jon resultó un poco anticlimática y fría, pero la imponente fotografía del momento, el desconsuelo de su dragón y la quema del trono recompusieron la escena.

Que los Stark hayan terminado separados por caminos tan disímiles es, también, un mimo para quienes sufrieron con esta familia a lo largo de los 73 capítulos de la serie. Cada uno en un punto cardinal del mapa, terminaron donde merecían terminar. Y es posible que en la resolución encadenada que eligieron para mostrar sus destinos, todos hayamos pensado lo mismo: queremos ver a Arya en modo exploradora pirata por esas tierras desconocidas. A ver si se aviva HBO. 

En contrapartida a una extraña y medio diluida asamblea de lores en el que se decidió el futuro de Poniente –que, sin embargo, agregó instantes de humor al final–, el último episodio, titulado The Iron Throne, tuvo buenas conversaciones, diálogos y escenas sin acción, algo que las últimas temporadas habían sacrificado en pos de la espectacularidad y los efectos. Las mejores: Tyrion y Jon debatiendo la posibilidad de cometer regicidio en la celda –“El amor es más poderoso que la razón. El amor es la muerte del deber. A veces, el deber es la muerte del amor”–, Daenerys ciega e incapaz de ver su tiranía, una tierna escena final para Brienne e incluso una jocosa reunión del nuevo gabinete real que recordó mucho a aquellas de las temporadas iniciales y que cerró la historia del Lannister más astuto y carismático de todos. El episodio final tuvo hasta una reconciliación con aquellos fanáticos que se quejaron de la sangre fría de Jon a la hora de despedirse de su lobo, Ghost. Ambos se reencontraron sobre el final. Sí, lo acarició. Tranquilos todos.

A veces olvidado, si esta irregular temporada tuvo un MVP, este fue el compositor Ramin Djawadi. Presente desde el inicio de la serie, Djawadi es el responsable de la imponente banda sonora de todos los momentos de la serie, y en esta octava entrega no bajó el nivel de su trabajo: fue legendario. Toda su música está disponible en Spotify.

Para resumir, The Iron Throne cerró una temporada en la que D. B. Weiss y David Benioff apostaron al shock aunque este estuviera mal cimentado desde el guion, que diluyó el rol de muchos de sus personajes principales –Jon, por momentos, fue un extra– y que se alejó rotundamente de los picos más altos de la serie –la temporada 4, por ejemplo–. Todo cerró medio apurado, medio atado con alambres, y es una lástima. Con solo tres episodios más, todo habría salido mucho mejor. Eso sí: la fotografía y la realización nunca fue tan grande, imponente y memorable.

Pero esto fue solo un capítulo y aunque fue el cierre, Game of Thrones significó mucho más. Lo que ayer terminó fue algo más que una serie. Fue un fenómeno cultural que sobrepasó los límites de la televisión y marcó una vuelta al formato tradicional en una época en la que el zeitgeist marcaba una huida masiva al streaming. Fue una ola arrolladora que conquistó a televidentes que jamás se sintieron atraídos por historias medievales y los ató a una masa que se movía al compás de personajes imaginarios. Fue una historia que hizo emocionar, sufrir, pensar, teorizar, leer y llorar a millones de personas, que marcó tanto el tablero que hoy hay miles de niños llamados Arya, Bran, Jon o Daenerys. Con altas y bajas, la serie dejó algunos de los mejores momentos de la televisión, algunas de las batallas más épicas de todas y varias escenas que partieron más de un corazón, que humedecieron ojos y esbozaron sonrisas. Saneó las arcas de HBO con millones de dólares y se convirtió en la producción más comentada, pirateada y vista de la historia. Impulsó la carrera de actores desconocidos y cerró los ciclos de varios otros. Y que deja un legado listo, completo, disponible para ser revisado una y otra vez. 

Antes de que la serie emitiera el primer episodio de esta última temporada, alguien mencionó en la redacción del diario que deberíamos sentirnos agradecidos de ser contemporáneos a la historia de Game of Thrones, de haber vivido domingo a domingo una experiencia que difícilmente se vaya a repetir, no a este nivel. Y tiene toda la razón: aún con esta temporada final contaminada por la pereza de sus guionistas, y que dejó más sabores amargos que otra cosa, Game of Thrones se va marcando una generación. O varias. Y por eso solo queda decir gracias. Por el camino, los personajes, las historias, la música,  los debates, las horas invertidas y la emoción de cada domingo desde 2011. Por ser parte de la vida de millones de personas durante nueve largos años. Por dejar algo que, de seguro, le vamos a contar a los que vengan después. 

Y ahora la guardia terminó. Game of Thrones ha muerto. Que viva Game of Thrones
 

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