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La nueva temporada de Ozark es uno de los estrenos destacados del año

La segunda entrega de la serie de Netflix es una confirmación de que las segundas partes son mejores
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30 de septiembre de 2018 a las 05:00

El estado de Missouri –lo sé por experiencia, pues viví ahí cuatro años– es raro. Si fuera una persona diría que es de “perfil bajo”. Carece del glamour de otros estados de la Unión Americana, como California, Massachusetts o Nueva York, y pocas veces se le da prioridad a la hora de destacar logros importantes conseguidos en ese estado, por más que en Missouri hayan nacido figuras fundamentales de la modernidad, genios innovadores como T. S. Eliot, Tennessee Williams, William Burroughs, Robert Altman, Maya Angelou, Marianne Moore, Chuck Berry y Miles Davis. En ese estado tienen lugar algunas películas hoy clásicas como Meet Me in St. Louis, con Judy Garland, y The Great St. Louis Bank Robbery, con un muy joven Steve McQueen, y algunas más recientes, como Manhunter (Cazador de hombres, primer filme sobre Hannibal Lecter), White Palace, con Susan Sarandon, y Up in the Air (Amor sin escalas). En Arcadia, pueblo ficticio de Missouri, sucedía la serie televisiva Resurrección, cuya primera temporada fue notable, y en la que los muertos resucitaban sin causa aparente, auspiciados por un contexto geográfico “extraño”. No en vano, en la zona agreste de Missouri se filmaron dos muy buenas películas escalofriantes por su trama siniestra, Winter’s Bone (Lazos de sangre), que consagró a Jennifer Lawrence, y You’re Next (Cacería macabra), del talentoso Adam Wingard. En Missouri, lo real es vecino del horror.

Con ese aura representativo de lo extraño, inesperado y estrambótico de la condición humana en un ambiente geográfico apartado de los centros urbanos, la meseta de los Ozarks, en el sur de Missouri, región misteriosa del medio oeste estadounidense, era el lugar ideal para filmar una serie dramática como Ozark, en la que el alma de algunos individuos en crisis es examinada. Cada uno debe decidir si pasa, o es reprobada. Una moraleja se impone a las primeras de cambio, la cual permea como premisa central toda la serie, ya sea en la primera como en la segunda temporada: el ser humano no necesita estar rodeado de millones de su especie para ser la peor versión de sí mismo.  El dinero, sobre todo la ambición por cambiar lo más pronto posible de escala social, es la medida de los límites morales y sociales a transgredir sin escrúpulos. A partir de ahí, todo queda en exhibición para ser entendido, aunque el entendimiento no siempre triunfe a la hora de tratar de entender el comportamiento del ser humano.

Los narcos están en todos lados. Su plata lo está. Son pocos los espacios de la realidad cotidiana que consiguen librarse de su injerencia. Los narcos están en todas partes y sobre todo en la ficción basada en la realidad que presentan el cine y la televisión. Están incluso donde menos uno lo hubiera esperado: en las telenovelas. En la última década son varias las que han basado su popularidad continental en la representación del mundo del narcotráfico, como la telenovela mexicana La reina del sur. También son muchas las películas filmadas sobre el tema. Son tantas, que surgió un nuevo género, “las historias de narcos”. Sin embargo, de las tantas filmadas, solo una es memorable (Sicario) y otra que no estuvo mal pero que tampoco es nada del otro mundo: Traffic. Netflix, que siempre está con un ojo al gato y otro al garabato, estrenó la serie Narcos en 2015. La buena envoltura de la misma no consiguió disimular el gran problema de telenovelas, series y filmes sobre narcos: la proliferación de lugares comunes. Más temprano que tarde todas las historias terminan siendo previsibles, tal vez porque el mundo de los narcos, los narcos en sí mismos, carecen del glamour, de la inteligencia emocional y de la sofisticación de otros criminales, como por ejemplo, los integrantes de la cosa nostra, quienes podían ponerse a llorar si escuchaban una buena ópera. Tenían la sensibilidad y el coeficiente intelectual como para disfrutar de la alta estética, aunque después de terminada la ópera acribillaran sin piedad a sus enemigos. En las películas de narcos nunca vamos a encontrar a un Vito Corleone.

Alguno seguramente ya se preguntó, ¿por qué a Breaking Bad no la ha mencionado? Breaking Bad es otra historia, una categoría por sí sola, por lo que no tiene sentido compararla, como se ha hecho a la ligera, con Ozark, la cual no sucede en un estado fronterizo sin demasiada incidencia en la Unión Americana como Nuevo México, sino en el corazón de América, en Missouri, y en el seno de una familia de clase media del Midwest, afincada ahí donde comienza la unión (o separación) del este con el oeste y donde aún imperan los valores asociados al puritanismo anglosajón. Si bien comenzó a toda máquina, con intensidad y agudo tino para contar sin perder el hilo, la primera temporada de Ozark se salvó por poco de convertirse en otro producto genérico del mundo de los narcos, repitiendo los mismos clisés y situaciones de las demás series y películas realizadas sobre tan limitado tema, limitado al menos en cuanto a la narrativa y estética visual frecuentada hasta ahora. Los primeros episodios de la primera temporada eran más de lo mismo, aunque el núcleo protagónico estuviera integrado por una familia de la clase media tratando de adaptarse a la realidad violenta a la que están condenados quienes trabajan para algún cartel. 

Tal como uno de los mejores episodios de Miami Vice, la trama de Ozark gira en torno al difícil arte de lavar dinero para los peces gordos del narcotráfico, que nunca aparecen en cámaras y casi no son mencionados. No hay peor monstruo que aquel que esta ahí, pero que no puede verse. A partir de eso, de situar la historia en un espacio narrativo ya visitado antes, pero haciendo irreconocible al molde de donde proviene, Ozark construye su cometido épico, lindante con las historias de las familias que cruzaban el Lejano Oeste en busca de una mejor vida, y debían sortear todo tipo de dificultad, claro está que los narcos son más asesinos que los apaches y comanches. Parecía que la trama nos iba a llevar por un camino, pero de pronto notamos que nos está llevando por otro, menos reconocible y más inhóspito. En esa vuelta de tuerca a partir de lo que prometía ser previsible, pero termina siendo imprevisto, es que la serie levanta vuelo, disparando el interés por conocer las sorpresas que guarda en la manga el relato. Como en las buenas historias, queremos conocer más y lo queremos conocer ya mismo. La vieja pauta del modelo tradicional, “había una vez”, es actualizada y funciona a la perfección en el mundo violento y sádico del narcotráfico.

En la corta historia de Netflix, tres de las mejores series que la plataforma ha realizado, House of Cards, Bloodline y Stranger Things, adolecieron de lo mismo; tuvieron una primera temporada espectacular, con situaciones dramáticas convincentes y de sostenida intensidad. Sin embargo, en la segunda el ímpetu mermó, por lo que el descalabro terminó ganando la partida. Ozark rompe esa tradición y al mismo tiempo instala otra: las segundas partes hacen a los personajes más interesantes al dotarlos de mayor profundidad psicológica. Los 10 capítulos de la segunda temporada resultan apabullantes al presentar las distintas versiones del lado oscuro del alma humana. La trama se complica a partir del in crescendo emocional de los personajes, así sean los más secundarios. En ese desfile de comportamientos autodestructivos son pocos los que se salvan. El ser humano es la peor de las bestias sobre la faz de la tierra pero, al mismo tiempo, tiene la capacidad como para redimirse antes de que sea muy tarde.

Lo que comenzó siendo un serie de acción, en la segunda parte se convierte en relato bíblico, por la violencia, más del Antiguo Testamento que del Nuevo, en drama shakesperiano. Dice Ana, en la escena II del primer acto de Ricardo III: “No existe bestia tan feroz que no sienta alguna piedad”. Aquí sí hay bestias impiadosas, de ambos lados: del mal y de donde supuestamente estaría el bien. Decía García Márquez, que la diferencia entre liberales y conservadores es que unos van a misa de 8 y los otros a misa de 10. Aquí las diferencias se borran: el FBI y los narcos viajan en el mismo modelo de camionetas Chevrolet Suburban de color negro y vidrios ahumados. Así pues, la segunda temporada de Ozark es una radiografía cruda y cruel de la realidad estadounidense actual, en la cual el mal se instaló en todos los sectores de la sociedad. Son pocos los que califican para entrar algún día al cielo. 

El de Ozark es un mundo de blancos. No en vano, en la serie solo aparece –casi nada– un negro, y unos pocos hispanos, porque si hay drogas debe haber alguno. El resto son anglosajones que toman Budweiser, son hinchas de los Cardenales de St. Louis, y escuchan música soul y a Bob Seger en el jukebox. La serie es detallista, pues en el subtexto están las claves para entender mejor la historia que se cuenta. Al respecto, la trama redimensiona su condición perturbadora a partir de un personaje que de secundario pasa a ser central: el hijo. Tal como lo vimos en Los mellizos de terror (1972), obra maestra de Robert Mulligan, y en La cinta blanca (2009), la inocencia nada tiene que ver con la edad. Escribe Bertolt Brecht en su obra El evitable ascenso de Arturo Ui: “No se regocijen de su derrota. Por más que el mundo se mantuvo en pie y detuvo al bastardo, la perra de la que nació esta otra vez en celo”. En 10 capítulos, uno de ellos brillantes, el tercero, la segunda temporada de Ozark nos dice que el mal ha estado en la Tierra desde que el ser humano lo habita y no se irá mientras sigamos estando aquí. Lo dice, además, con convincente sutileza narrativa. 

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