El edificio de fachada despintada es de los años veinte pero alberga laboratorios con tecnología de punta. Afuera cuelga un pabellón desflecado y desteñido, mientras que puertas adentro hay equipos de última generación manipulados por técnicos que viajan todos los años a Estados Unidos a actualizarse.
La convivencia del pasado con el presente está retratada en una galería de fotos que está en el hall principal. Las imágenes difuminadas y en blanco y negro en las que aparecen cámaras de madera y fuelle para registrar las escenas del crimen están en la misma pared que otras de varias décadas después, aunque también lejanas en el tiempo: fotos en las que se retratan policías de los años ochenta con bigote y traje marrón –al estilo de inspectores de películas de esa época– que en nada se parecen a los actuales, que visten uniforme y chaleco.
La policía técnica se creó en 1896 para desarrollar la antropometría –cuya aplicación, hoy obsoleta, consistía en registrar posibles correspondencias entre las características físicas de una persona y su propensión al delito– pero la Policía Científica del siglo XXI no tiene nada que ver con eso. En los últimos años, cuando las autoridades detectaron que “empezaba a aparecer determinada tecnología en la producción del delito” se inició un proceso que motivó que en la última década se invirtiera en tecnología como nunca antes se había hecho.
“Hoy tenemos que analizar los teléfonos inteligentes, las computadoras y los dispositivos de GPS así como otra tecnología sobre la que no puedo hablar”, contó a El Observador su director, José Manuel Azambuya, que lidera un equipo de cerca de 350 funcionarios cuya forma de trabajo se caracteriza por ser “en silencio pero efectiva” y que tal vez sea por eso que “no aparecen” tanto las críticas en su contra, como sí reciben otras áreas del Ministerio del Interior.
“Nosotros somos una unidad especializada con perfil propio, que necesita de técnicos con formación terciaria y base universitaria. Pero igual nos preocupa cuando critican a la policía, porque son nuestros compañeros”, destacó el director.
Cuando repasa las fotos que registran la historia de la institución –entre las que también aparecen recortes de prensa con su participación en los grandes casos de los últimos años, como el asesinato a Lola Chomnalez en 2014–, Azambuya no quiere ser injusto cuando recuerda cómo se trabajaba a comienzos de siglo: “Cada generación trabajó con lo que en ese momento tenía a su alcance”.
Pero hoy tienen a su alcance mucho más y un proceso penal que implica que sean más rigurosos que antes en el cuidado de las pruebas, ya que ese es el material de trabajo que sostiene la argumentación de los fiscales, quienes desde noviembre de 2017 deben convencer en juicios orales y públicos a jueces imparciales.
La Policía Científica cuenta con 50.000 perfiles de criminales en su base de datos genética y otros 290.000 cargados a través de la información dactilar en sistemas digitales que permite que los procesos de identificación de criminales sean mucho más rápidos y eficientes que cuando se hacía en forma manual.
“Uruguay fue el primer país de la región que quería avanzar en tener un registro de ADN, y en el 2000 ya habíamos sido sede de un simposio internacional para analizar el tema. Y en 2011 fuimos el segundo país de América luego de Chile en crear el Registro Nacional de Huellas Genéticas”, recordó Azambuya, que además celebra que, a diferencia de otros países, ese banco incluya la identidad de criminales que hayan cometido cualquier crimen y no solo aquellos graves, como en algunos países. “Nosotros, en cambio, tenemos un abanico muy potente y de las mejores bases de Sudamérica”, agregó.
Y la búsqueda de los perfiles criminales es automática y, por ende, mucho más rápida que antes. Una de las fotos color sepia de años atrás recuerda cómo era el archivo físico: columnas de grandes discos con infinidad de sobres que hoy está informatizado.
“Todo esto llevó un proceso grande: hubo que montar todo un laboratorio con equipos costosos: toda la tecnología y los equipos son importados, además de que tuvimos que montar toda la operatividad para tomar las muestras”, subrayó Azambuya. En la última semana, puso de ejemplo, llegó al edificio de San Martín y Vilardebó un equipo para procesar información genética –la contenida en fluidos corporales como sangre y semen, entre otros–cotizado en US$ 130.000, más grande y eficiente que el que había hasta ahora.
Ese tipo de innovaciones fue lo que permitió el rápido crecimiento de la identificación de personas que estuvieron involucradas en delitos. Así, gracias al aporte de la información de ADN, mientras en 2014 se había identificado a 31 personas por esta vía y 32 en 2015, en 2018 se develó la identidad de más de 400 individuos.
A la par –aunque menos pronunciada– fue la evolución de los indagados que dejaron rastros de sus yemas: en 2014 se registraron 464 y el año pasado más de 700.
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