Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Las moscas y la irrefutable evidencia

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16 de junio de 2019 a las 05:03

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:

 

Las moscas del mercado
 

En nuestro último intercambio reflexionamos acerca del populismo y de cómo éste se alimenta de la ignorancia de un pueblo incapaz de distinguir un buen argumento de la patraña sofística. 

Desde entonces, he estado reflexionando acerca de las razones o móviles que mantienen a un pueblo en ese estado de oscurantismo fundamental, como los habitantes de la caverna de Platón a la cual hice referencia en mi carta. La deficiencia educativa es la explicación más clásica. Sin embargo, aún las mentes más instruidas son muchas veces cautivadas por opiniones y convicciones tan catapultadas como irreflexivas. 

En un artículo publicado por El Observador el pasado fin de semana se analiza la crítica realizada por el economista John Kenneth Galbraith, ya en 1952,  a la propagada opinión de que “el mercado sabe qué es lo mejor”.  El argumento es que dicha creencia debe ser cuestionada, de cara a la irrefutable evidencia de que es falsa la opinión de que lo privado es siempre más eficiente que lo público. La planificación gubernamental es esencial, no sólo para la prosperidad económica sino también para hacer frente a problemas sociales que el mercado no está capacitado para abordar y solucionar. 

Este argumento se alinea con la postura de Michael Sandel, célebre profesor de Filosofía Política en la Universidad de Harvard. En su libro Lo que el dinero no puede comprar: Los límites morales del mercado, Sandel sostiene que hemos pasado de tener una “economía de mercado” a ser una “sociedad de mercado”, con efectos nocivos para la consolidación de la democracia. Cuando la lógica mercantil trasciende la esfera estrictamente económica para ser aplicada en ámbitos como la salud, educación, seguridad pública, justicia penal, protección medioambiental, ocio y otros bienes sociales tradicionalmente regidos por normas no mercantiles, la democracia es la que asume el precio, a costa de su fatal debilitamiento. Porque en una sociedad en la que todo (y no ya sólo autos de lujo, vacaciones costosas en el Caribe, caviar y vestidos vistosos) está en venta , la producción de la desigualdad y la corrupción están, simultáneamente,  a la orden del día.

Es de Perogrullo indicar la naturaleza indeseable de éstas secuelas, sin embargo pienso que es fundamental advertir cómo la desigualdad y la corrupción menoscaban el espíritu cívico, pilar fundamental de toda sociedad que se jacte de ser democrática. 
Cuando el dinero determina el tipo de educación, asistencia sanitaria, seguridad y limpieza del barrio en el que vivimos, e incluso el tipo de prisión en la que somos recluidos, entonces estamos condenados a convivir en una sociedad cada vez más fragmentada, donde el espacio público tiende a contraerse ante la proliferante dilatación de los diversos ghettos.  Así,  el contacto con el otro diverso (el lejano, diría Nietzsche) se torna cada vez más improbable,  en un creciente desconocimiento y despreocupación por la realidad de aquellos que no conviven dentro de nuestra propia “chacrita”.  Los griegos, padres de nuestra apreciada democracia, se verían horrorizados al comprobar la estrechez y vaciamiento de nuestra ágora y la pobreza –por no decir ausencia- de todo diálogo o debate público sobre los temas fundamentales que nos implican y comprometen a todos como sociedad.  

A la casta política le cabe, en este sentido, una gran responsabilidad.  Sus discursos son, en general, cada vez más hueros y capciosos, ajustados a la corrección política o a la lógica instrumental. En el mercado de la clase política la oferta es variadísima, pero ¿quién iría allí a comprar un gramo de honestidad? No es extraño, pues, el creciente descreimiento de la gente que no encuentra motivo alguno para tomarse el trabajo de pensar y decidir cuál –de todas las ofertas disponibles- es la mejor opción para promover el mayor bienestar, no solamente propio, sino de la ciudadanía en su totalidad.  

Pero sería necio asignar toda la responsabilidad a la clase política; su actitud se conecta con la de la sociedad en general, como el dilema del huevo o la gallina. Aunque razonamiento circular, este dilema es, sin embargo, efectivo para señalar la importancia de identificar el punto medular que debe ser analizado y debatido para resolver un problema complejo. Espero que coincida conmigo, Leslie, en que ya es hora de hacerlo.  

Este argumento se alinea con la postura de Michael Sandel, célebre profesor de Filosofía Política en la Universidad de Harvard. En su libro Lo que el dinero no puede comprar: Los límites morales del mercado, Sandel sostiene que hemos pasado de tener una “economía de mercado” a ser una “sociedad de mercado”

 

La irrefutable evidencia
 

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.
Estimada Magdalena:

 

Tantos meses de cartas y no habíamos citado a Galbraith! En mi generación era difícil mantener una conversación culta (si tal cosa algún día existió fuera de algunos diálogos de Woody Allen) sin mencionar al viejo profesor. 

Dicen que es mucho más difícil filmar una película ambientada hace 30 ó 40 años, que en la antigüedad clásica. Una toga y unas sandalias pueden recorrer miles de años de historia, pero los cuellos enormes y puntiagudos que se usaban en 1971 por fuera de las chaquetas de terciopelo de anchas solapas, en 1981 estaban ya tan en desuso como las sangrías con sanguijuelas. Por eso, quizás hoy nos resulten un poco lejanos algunos textos de Galbraith. Y no quiero con esto (sería por otra parte imposible desde mi ignota posición) negarle sus méritos, que son muchos.

Sugiero que nos detengamos en la “irrefutable evidencia”,  de que “es falsa la opinión de que lo privado es siempre más eficiente que lo público”. ¿Cómo no estar de acuerdo con esta afirmación? Pero hagámosle la prueba ácida que sugiere Umberto Eco, manteniendo la estructura de la premisa pero invirtiendo los términos hasta decir exactamente lo contrario: “es falsa la opinión de que lo público es siempre más eficiente que lo privado”. Y tendríamos que estar también de acuerdo. Porque, mientras no saquemos de la oración el adverbio “siempre”, lo que tenemos ahí no es una aseveración dogmática que pueda ser refutada, ni siquiera contrastada, con la realidad. Sino la mera siembra de la desconfianza en la actividad privada, contraponiéndola además innecesariamente con las bondades de la gestión pública. Esto desde luego forma parte del Zeitgeist socialista en el que enseñó y escribió Galbraith. Socialismo en el sentido de una aristocracia de mentes superiores de funcionarios que, a través de su autoridad paternal como gestores de la cosa pública, guían y orientan a los individuos -incluso limitando el ejercicio de ciertas libertades.

Lo mismo puede decirse de una visión demonizadora del mercado donde las personas reciben del Estado protección contra los abusos inherentes al mismo. 

Alguna vez será así pero, ¿es siempre así? 

Estará usted al tanto de la irrupción (o disrrupción) en el mercado de empresas como Uber. A mi entender (y creo no incurrir en la idolatría del paleto ante lo moderno) se trata de una propuesta positiva y superadora en términos de servicio, de seguridad, de tiempos de espera, de precio… Ante esa irrupción, en muchos países europeos, los gobiernos han intervenido los mercados. ¿Ha sido esa intervención, como sugieren los intervencionistas, para proteger a las personas? Parecería que no. En muchos de los casos que conozco, ha sido para ponerse del lado del statu quo y de las corporaciones de taxistas atrapados con licencias que habían perdido su valor. O sea que, ante la presión de las corporaciones sindicales (muchas veces ejercida con violencia, incluso violencia delictiva), el gobierno ha decretado el regreso a las sangrías con sanguijuelas.

Usted puede legítimamente tener una opinión muy distinta sobre este conflicto en particular. Y tener razón, y yo estar equivocado. Pero mi argumento no quiere defender a Uber contra los Ayuntamientos europeos, sino poner de manifiesto que lo público no es un mero concepto (como el God de Lennon), ni mucho menos un recurso cuya intervención producirá siempre efectos positivos. Que todo depende.
Claro que yo pienso en estas cosas con la mente puesta en Inglaterra y, quizás más concretamente, en el Oxfordshire. Pero sería bueno que usted me ilustrara acerca de cómo son las cosas en su tierra, Uruguay -a la que aún muchos se refieren como la Suiza de América. 

¿Es allí el Estado un ejemplo en la administración de la salud y ofrecen sus hospitales al menos un nivel de prestaciones, respeto, higiene y tiempos de espera que no produzca sonrojo? 

¿Es la Educación que el Estado administra, la puerta hacia la movilidad social y la igualdad de oportunidades? 

Y en cuanto a la seguridad: ¿se puede caminar de noche por Montevideo? Me alegrará que me diga usted algo al respecto, antes de seguir con otros argumentos. Porque si el Estado no lo hace, constituiría una razonable indicación de que la mera ampliación de sus competencias administrativas no haría más que agrandar los problemas actuales. l

 

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