Holograma “Studio di uomo barbuto” (estudio del hombre barbudo), en una muestra en Milán referida a Leonardo da Vinci
Miguel Arregui

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Leonardo, un genio descontrolado y marginal

A 500 años de su muerte, el florentino aún resalta como símbolo del perfeccionismo y el Renacimiento
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12 de junio de 2019 a las 05:03

El prodigioso pintor e ingeniero Leonardo da Vinci, junto a contemporáneos suyos como Johannes Gutemberg, Cristóbal Colón y tantos otros, contribuyó a demoler la Edad Media europea, una era de oscurantismo y superstición, y a estimular un Renacimiento alborotado, con énfasis en la experimentación y la ciencia.

Leonardo nació el 15 de abril de 1452 en Vinci, un pueblo cercano a Florencia, Italia, hijo de Caterina, una adolescente campesina pobre, y de un notario florentino, Piero Fruosino. Fue criado por un abuelo y su tío. Vivió muchos años en Florencia, y otros 18 años en Milán, una ciudad mayor. Regresó a Florencia en 1500, después de las purgas y la “hoguera de las vanidades” del monje Savonarola, y también trabajó en Bolonia, Venecia y Roma.

Pasó los últimos años de su vida como invitado del joven monarca francés Francisco I, quien lo admiraba mucho y lo tomó, por un espléndido salario, como “primer pintor, ingeniero y arquitecto del rey”. Murió en Amboise, en el centro de Francia, en mayo de 1519, con 67 años.

El gran bastardo

Los intereses de Leonardo, arquetipo del hombre del Renacimiento, fueron tan amplios como difíciles de catalogar. 

Vio belleza no solo en el arte sino también en la ciencia, y probó combinarlas. Pensó de manera diferente, con una curiosidad obsesiva, y desafió a la autoridad, naturalmente, y al conocimiento establecido. Parecía no importarle mucho “ser un inadaptado: bastardo, homosexual, vegetariano, zurdo, distraído y, a veces, herético”, escribió el periodista e historiador Walter Isaacson en una cualificada biografía de 2017.

No tuvo casi educación formal, salvo un aprendizaje en contabilidad básica. Creó su propio método de escritura, de derecha a izquierda, con las letras, las palabras y las frases al revés, presumiblemente en un intento de no pasar su mano izquierda sobre la tinta fresca (un martirio que conocen todos los zurdos que alguna vez usaron lapicera fuente o pluma).

La Florencia (Firenze) del Quattrocento, entonces una ciudad de unos 40.000 pobladores del centro-norte de Italia, era un entorno próspero, relativamente liberal y muy propicio para la creación.

Muy joven, Leonardo ingresó al taller de Andrea del Verrocchio, repleto de artistas, en el que hizo un largo aprendizaje de pintura, escultura y orfebrería. Allí los artistas discutían, aprendían y producían piezas de calidad casi como en una cadena de montaje. Verrocchio trabajaba para Lorenzo de Medici, señor de Florencia y cabeza de una familia de banqueros. Entre sus grandes alumnos también estuvo Sandro Botticelli, autor de magníficas obras, muy populares entonces y ahora, como La Primavera o El nacimiento de Venus.

“También puedo pintar”, con un perfeccionismo enfermizo

Una persona mira un holograma de "Madonna con Bambino" (Virgen con niño) durante la instalación multimedia Leonardo da Vinci en Milán

El 1482, cuando tenía 30 años, Leonardo da Vinci escribió al señor de Milán, Ludovico Scorza, pidiéndole trabajo. Se ofreció con detalle como ingeniero militar y constructor de fortificaciones y armas, artes que dominaba de manera más imaginaria que real. Sobre el final de su carta, como adenda, informó: “También puedo esculpir en mármol, bronce y yeso, así como pintar, cualquier cosa tan bien como el mejor…”. 

Así se veía, al menos a la hora de buscar empleo, quien pasó a la historia ante todo como dibujante y pintor, artífice de joyas como La última cena, La Gioconda, La Dama del Armiño o Santa Ana, la Virgen y el Niño

Leonardo casi nunca terminaba sus esculturas o pinturas. Incluso se desplazaba con sus cuadros durante muchos años, y cada tanto les introducía correcciones. En parte era por un perfeccionismo enfermizo; en parte, tal vez, por inseguridad y falta de concentración. Incluso algunos trabajos casi terminados —como la Mona Lisa (Señora Lisa), un retrato al óleo relativamente pequeño que es la estrella del Louvre, al que dedicó 16 años— nunca fueron entregados a sus clientes. El autor cargó con ellos hasta su muerte. 

La incapacidad para cumplir los encargos en plazo y en forma le valió serios problemas con sus mecenas, en Florencia o en Milán. Tampoco era bueno en el arte de la adulación, decisivo para sobrevivir en el tormentoso mundo de las artes de entonces.

En Roma y el Vaticano, a donde se fue en 1513, se sintió deprimido y despreciado ante el talento más cumplidor y radiante de Miguel Ángel y Rafael, que ya tenían en su haber el David o La Galatea. (Leonardo, Miguel Ángel y Rafael: “El ‘Trio Divino’ del Alto Renacimiento”, señaló el historiador inglés Paul Johnson).

Leonardo “era un genio descontrolado por el esmero”, escribió Isaacson.

Paul Johnson, en su ensayo El Renacimiento (2000), afirmó que Leonardo fue “un caso exagerado de sabio distraído e indisciplinado”, cuyas prioridades no estaban muy claras. De hecho, al trabajar un mismo cuadro durante muchos años, en distintas etapas, provocó lamentables incongruencias, como la disociación entre la cara y las manos de la Mona Lisa, por ejemplo.

Un legado por escrito

Desde niño Leonardo fue un dibujante prolífico. Y, ya adulto, anotó en hojas de papel, de las que se conservan unas 7.200, casi cada cosa que pensó, planeó u observó. Esos códices, milagrosamente intactos, muestran su interés obsesivo por una gran variedad de asuntos: los rizos del cabello, un remolino en el agua, el vuelo de las aves, las formas de insectos, animales, plantas y flores, escenarios teatrales, fortalezas, trincheras, iglesias, castillos, máquinas voladoras, máquinas de ataque acorazadas, telescopios, equipos para buceo, disecciones de cerebros, tórax o úteros, la descripción del sistema nervioso o el muscular (en realidad, realizó los más completos dibujos de anatomía de entonces), la conformación de las rocas, el diseño de una “ciudad ideal”, canales e hidráulica, mezclas de pinturas, las sombras y el sfumato, geometría y perspectiva, listas de libros poseídos o por comprar, músicas, rostros y cuerpos, el Hombre de Vitruvio, lo feo y lo bello, lo grotesco y lo sutil.

Una novela inverosímil de 2003 sobre presuntas prácticas esotéricas de Leonardo, El código da Vinci, de Dan Brown, ha vendido más de 80 millones de ejemplares y fue llevada al cine. De todas formas, la identificación de algunos dibujos y pinturas de Leonardo, que no las firmaba, ha dado lugar a larguísimas investigaciones casi policíacas. Es el caso, por ejemplo, del retrato La Bella Principessa. Ocurre que, si son auténticas, pueden valer centenares de millones de dólares. 

Ahora se debate dónde está Salvator Mundi, un cuadro que ni siquiera es seguro que fuera hecho por Leonardo, de 65 centímetros por 45, que fue subastado en 2017 por 450 millones de dólares. Se supone que esta pintura, la más cara de la historia (aunque en 1958 se había vendido por menos de 100 dólares), que representa a Cristo emergiendo de las tinieblas para bendecir al mundo, fue adquirido por un príncipe saudí, actuando en nombre del príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohamed bin Salmán. 

Pero también esto, como tantos otros asuntos en la vida de Leonardo da Vinci, de cuya muerte se cumplió medio milenio, está rodeado de misterio y magia. Si hay un Cielo, el florentino sonríe en él.

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