Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Londres, capital del universo

Ninguna ciudad tiene la variedad étnica y cultural de la increíble ciudad inglesa
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30 de marzo de 2019 a las 05:04

Me ha llevado la vida entera llegar a Londres, pero aquí estoy. Las cosas suceden cuando tienen que suceder, aunque siempre queda la impresión de que podrían haber sucedido antes. Dios tiene un plan para cada uno, y no he hecho más que seguirlo, sin preguntar, sin hacer recriminaciones que, a fin de cuentas, no vienen al caso. Además, si lo hiciera y preguntara, mi estimado Señor, ¿por qué recién ahora, por qué tuvo que pasar tanto tiempo?, qué respondería. “Querido mortal, mejor ahora que nunca”, seguramente. Su lógica, además de sigilosa, es inapelable. Me llevó la vida entera llegar a Londres, y por una razón emotiva que la razón racional no entendería, afirmo en este primer párrafo que es la ciudad más deslumbrante que he visitado. Todas las demás, que ahora que me doy cuenta fueron unas cuantas, quedan atrás, incluidas París, Roma, Berlín, Pekín, Venecia, Florencia, Chengdu, Ámsterdam, San Francisco, cada una deslumbrante a su manera, pero ninguna tanto como esta. Nueva York ahora pasa al segundo lugar en el ranking de ciudades incomparables. Esta lo supera. Es mucho decir.


Llego a Londres en una helada mañana de marzo y mientras siento que el cuerpo comienza suavemente a congelarse apenas salgo de la terminal del aeropuerto de Heathrow, siento asimismo, cosa rara, que aquí podría permanecer por el resto del tiempo, mientras la vida siguiera teniendo días y yo, ganas de estar. Le digo a mi hijo que mire bien, que vea de la manera tal como lo hizo Cristóbal Colón (con su madre decidimos llamarlo Diego en homenaje al hijo del navegante genovés, personaje fascinante que dedicó su vida a limpiar la imagen de su padre). Que mire bien, porque la primera vez de algo no vuelve a repetirse. Miramos al unísono el cielo gris londinense, y este responde como muy agradecido, enviando las primeras gotas de una lluvia que va a permanecer por casi toda la semana que estaremos aquí. Mejor así, mucho mejor así. De lo contrario, sería como ir a hacer surf a Hawái y que en la playa no hubiera olas. O ir a China y que se hubiera acabado el arroz. La lluvia de Londres, horrenda y abominable cuando a uno lo pesca esperando para cruzar una calle ancha y el semáforo nunca cambia, es también sublime, bendita. Solo parecida a los efectos emotivos que provoca. Para eso sirven la cultura y los buenos libros. Es una lluvia salida de una historia de Charles Dickens (no sé por qué ahora pienso solamente en Historia de dos ciudades, porque en verdad la bibliografía del maestro inglés está llena de obras maestras) o de Virginia Woolf. En esta lluvia literaria quisiera quedarme, saber hasta dónde es posible.


La lluvia de Londres es cordial, como la gente en esta ciudad. Resulta imposible convencer a mi hijo de tomar un taxi, pues insiste que Uber viene más rápido. Esta vez, la primera, vino rapidísimo. Dijo cinco minutos, pero llegó en tres. La experiencia me dice que la grandeza de una urbe, la que la hace diferente al resto, se ve en pequeños detalles que saltan a la vista cuando uno menos lo espera. En Roma, un día de julio con calor infernal, tomé un taxi del aeropuerto al hotel. El aire acondicionado del vehículo no funcionaba y la ventanilla estaba rota, no podía bajar el vidrio. Cuando le increpé al chofer (soy un viajero con poca paciencia) de que había pagado por un servicio mejor, se molestó en lugar de pedir disculpas. 


En Berlín, el chofer era un alemán insoportable, un nazi en miniatura. Lo primero que hizo apenas subí al coche fue quejarse de que mi vuelo había llegado demasiado tarde (debido a una tormenta aterrizó a las dos de la madrugada), y que hubiera preferido no hacer este viaje largo hasta mi hotel, por el cual, no obstante, debí pagar bastante, sin dejar propina, claro. En Madrid, el auto era tan diminuto que pensé que viajaban las valijas o yo. Finalmente pudimos. De Pekín, mejor ni hablar. En Londres, en cambio, es un BMW, modelo que nunca antes había visto, enorme y tan confortable, que el viaje podría haber durado hasta siempre. Hasta me dieron ganas de cantar a dúo con Frank Sinatra “Fly me to the moon /Let me play among the stars” (Llévame a la luna /Dejame jugar entre las estrellas). El chofer era un rumano de profesional amabilidad, cuyo coeficiente intelectual quedó destacado por su capacidad para hacer una síntesis de la vida londinense actual. Era Google y la Enciclopedia Británica. Nos dijo que hace 25 años que reside en Londres, y que no tiene tiempo de pensar si Gran Bretaña con su brexit y su mente imperial en decadencia se transformó en su nuevo país, pero como sus hijos nacieron aquí, aquí planea quedarse. El mundo es hoy una diáspora infinita, y el infinito está lleno de historias parecidas, una de las cuales puede ser la nuestra.


La lluvia no para y para que su música invisible resalte, ahora también sopla un viento fuerte, que me hace recordar al de las tormentas montevideanas cuando las aguas del Río de la Plata suben hasta la rambla. Con Diego tendríamos todo el derecho para quejarnos a viva voz y clamar, “no puede ser, nunca venimos Londres, y mirá qué tormenta nos recibe”. Con susurrante voz Londres responde diciéndonos, “queridos nuevos amigos, lo hago para que vean cómo realmente soy, para que comprueben lo difícil que puede ser la vida en este sitio para todos aquellos que amen el sol y las buenas temperaturas”. Vinimos a Londres a verla sin maquillaje, y es lo que vemos y ya sentimos. Sí, puedo sentirlo. Antes de doblar la próxima esquina, el chofer lo confirma: “Lo único realmente malo aquí, es el clima. Los inviernos son larguísimos y los veranos cortos”. Recuerdo ahora el verso maravilloso de Wallace Stevens, poeta de la Nueva Inglaterra estadounidense: “One must have a mind of winter” (Jorge Aulicino lo tradujo como “Uno debe tener un ánimo de invierno”). El mío siempre ha sido un ánimo invernal (siendo de Montevideo, no queda otra), por lo tanto, estoy en el paraíso.


Llegamos al hotel ubicado en el barrio de Fulham, a cuatro cuadras de Stanford Bridge (cancha del Chelsea, a la cual visitaremos en dos días), y siento una rara sensación, una que no había experimentado antes en ninguna parte, mezcla de confusión y maravilla: siento que estoy en una novela, en varias donde quedarme a vivir, que es también una película que puede ser La naranja mecánica, filmada a pocas cuadras de aquí, o Notting Hill, homenaje a las librerías y a la belleza de Julia Roberts. Qué lindo barrio es Notting Hill. Si en el cielo hay un barrio para la clase media (de la cual no me gustaría bajar ni tampoco ascender), será igual de parecido a Notting Hill, o a Fulham, con sus turcos, sus marroquíes, sus italianos del Sur nostálgicos del sol de su tierra, sus indios de Bangalore perfumando las calles con olor a curry, sus londinenses de pura cepa que un día amanecieron rodeados de las naciones unidas, porque Londres, la incomparable, lo es, como ninguna otra ciudad en el universo. Cosmopolita a más no poder. Aquí uno se siente completamente universal. ¡Y es un sentimiento tan extraordinario!
 

El barrio de Fulham tiene algo que redimensiona su peculiar belleza: no hay casi turistas. Los pocos que detecto andan preguntando dónde queda la estación West Brompton del underground o metro, para salir pronto de aquí y llegar al Big Ben, a Westminster, al palacio de Buckingham, a Covent Garden, a lugares que vieron en postales. Además, a los turistas les encanta estar rodeados de más turistas, con sus selfis y sus fotos de grupo donde todos aparecen sonriendo. En Fulham, el visitante llega, y a los diez o quince minutos de instalado es uno más de los vecinos, otro residente, quien al día siguiente se levantará temprano para ir a comprar pescado fresco en la feria ubicada en la calle North End Road y preparar un buen fish and chips, con ensalada invernal de repollo blanco fresco, porque el vendedor dice que lo sacaron ayer de la tierra. Y si camina un par de kilómetros hasta llegar a la parte del Támesis detrás de Craven Cottage, bellísimo estadio del Fulham FC, podrá ver a una Londres exclusiva, que se quedó congelada en alguna imagen de daguerrotipo del siglo XIX, con su belleza ilesa y sin después, esperando al visitante que vino de tan lejos a ver esto: la vida, cuando no podría estar mejor. 


En este sueño que sueño despierto, y cuya veracidad es confirmada por mis ojos ahora mismo, la voz que oigo es la de mi hijo al preguntarme: “¿Dónde vamos a ir a comer?”. Levanto la vista, y veo el restaurante italiano Porcini, en el cual, según dice un cartel fuera, venden pizza napolitana auténtica. El mundo dejará de ser universal, el día en que ya no haya pizzerías. Londres es el mundo, y yo quiero la mía con jamón y aceitunas. 


 

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