El ex juez brasileño Sergio Moro, ahora ministro de Jair Bolsonaro
Miguel Arregui

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Los escándalos de corrupción son síntomas de madurez

Tribunales más autónomos, prensa independiente y ciudadanos más seguros de sus derechos
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30 de abril de 2019 a las 05:01

El desfile de escándalos puede dar la impresión de que los políticos de América Latina (y de todo el mundo) de pronto se volvieron más inescrupulosos y descuidados. Pero en realidad ocurre que las instituciones democráticas se perfeccionan gradualmente, y que, quienes las representan, confían más en sus propias fuerzas como para desafiar a los poderosos.

El juez Sergio Moro —de Curitiba, estado de Paraná, Brasil— jamás podría haber desatado el sísmico “Lava Jato” en 2014 sin confiar en el rodaje más o menos imparable de las instituciones brasileñas, pese a sus notorias imperfecciones. 

Es muy cierto que muchos actores políticos tratan de utilizar a la justicia para neutralizar adversarios, o al menos para tender sobre ellos un manto de sospecha. La “judicialización” de la política es una realidad a veces, así como el deseo de notoriedad de ciertos jueces o fiscales.

Pero la corrupción es parte desde siempre de las instituciones políticas y económicas latinoamericanas, caracterizadas por su debilidad. La buena noticia histórica es que la impunidad completa, pues se divulgaba poco y se juzgaba menos, disminuye rápidamente a medida que las sociedades y las instituciones se han tornado más fuertes. 

De todos modos, aún falta recorrer largo trecho.

Pago de sobornos por servicios públicos

Casi un tercio de los latinoamericanos pagaron sobornos entre 2016 y 2017 para acceder a servicios públicos como salud o justicia, en una práctica que no diferencia género ni clase social, según una encuesta de Transparencia Internacional publicada en octubre de 2017.

El sondeo, realizado a domicilio a más de 22.000 personas de 20 países de América Latina y el Caribe, reveló un cuadro de rampante corrupción en la región —señaló una nota de la agencia AFP—, con especial recelo de los ciudadanos hacia su policía y los políticos, y ante el cual la respuesta gubernamental es considerada insuficiente. 

Los más corruptos son policías y políticos, según 47% de los consultados. En el caso de la policía, se eleva a 73% en Venezuela, y 69% para los políticos en Paraguay. 

El sistema termina arrastrando a parte de la población. Un 29% de los ciudadanos que usaron seis servicios públicos (educación, atención médica, adquisición de documentos de identidad, policía, servicios básicos y tribunales) pagaron algún soborno, según Transparencia Internacional.

Menos del 10% de los consultados dijo denunciar los casos de corrupción. El sistema se basa en la complicidad, pero también en el miedo a las represalias.

Los jinetes del Apocalipsis

La pobreza, la desigualdad, el populismo y la corrupción son factores principales que impiden el progreso en América Latina, según diversos estudios. Esos cuatro factores son completados con una secuela lógica: el bajo nivel de educación formal.

Los países latinoamericanos peor rankeados por sus niveles de corrupción suelen ser Venezuela, Haití, Paraguay, algunos de América Central, México y Argentina. En esos países, muchas personas actúan regularmente dentro de un sistema fallido, que se basa en las coimas, y no como faltas éticas individuales y excepcionales.

En el otro extremo, los países que se perciben a sí mismos como más limpios son Chile y Uruguay. Pero no están a salvo.

Los orientales conocieron las corruptelas desde antes de la independencia. Un ejemplo: durante el sitio de Montevideo que se inició a fines de 1825, tras la “Cruzada Libertadora”, algunos “oficiales principales” del ejército sitiador, según el cónsul inglés Thomas Samuel Hood, permitieron el paso de abastecimientos hacia Montevideo e hicieron “grandes sumas de dinero”. 

Y la historia nacional de la corrupción a alto nivel político arranca con la independencia en 1830, con los “cinco hermanos” que rodearon a Fructuoso Rivera. 

Pese a que organizaciones como Transparencia Internacional o el Banco Mundial suelen señalar a Uruguay y Chile como países de baja corrupción relativa, es probable que en Uruguay haya más corrupción de lo que suele creerse: los casos conocidos bien podrían ser la ínfima punta del iceberg. Según una encuesta de la consultora KPMG de 2009, el 73% de los empresarios consultados consideró que en el Estado uruguayo había corrupción. 

Los robos en el gobierno ya casi no pasan por “meter la mano en la lata”: la apropiación directa, pues es cada vez más difícil debido a los controles administrativos modernos. Las corruptelas se concentran en el uso de información calificada para adelantarse a los mercados y hacer buenos negocios, en el cobro de comisiones a cambio de permisos, en las licitaciones dirigidas, en los concursos amañados a medida para el empleo de amigos o correligionarios, en la evasión de impuestos y reglamentos. 

Un ejemplo clásico: en 1912 el presidente José Batlle y Ordóñez destituyó a su ministro de Obras Públicas, el ingeniero Víctor Sudriers, tras descubrirse que algunos parientes suyos estaban especulando en tierras cuyo precio subiría por su proximidad a la construcción de obras públicas todavía no anunciadas oficialmente.

En mayor o menor medida, casi todos los gobiernos de la historia de Uruguay han tenido causas abiertas. Incluso en los últimos lustros ha habido casos que involucran a gobernantes, burócratas, jueces, fiscales, policías y aduaneros. 

Hace tres años la prensa internacional divulgó la documentación del despacho panameño de abogados Mossack Fonseca: los “Panama Papers”, y expuso una gigantesca trama de evasión de impuestos de ricos y famosos de muchos países. Ese estudio se especializaba en crear sociedades opacas para facilitar el blanqueo de capitales y la evasión de impuestos. 

Los “Panama Papers” fueron apenas un pantallazo de un fenómeno mucho mayor, pues nada se sabe de muchos otros “paraísos fiscales”, desde Delaware a Hong Kong. Pero alcanzaron para mostrar que muchos empresarios, políticos y agentes financieros uruguayos poseían sociedades anónimas panameñas. No eran necesariamente maniobras ilegales, aunque se supone que muchos de ellos no habían declarado esas posesiones, por lo que estaban evadiendo impuestos.

La corrupción como techo al desarrollo

Una de las novedades tras el “Lava Jato” es que las delaciones de altos jerarcas de gobierno y de la empresa, como Marcelo Odebrecht, proporcionaron nombres, modalidades y cifras muy concretas, a cambio de una condena menor (“delación premiada”). Es una rareza histórica haber hallado un mapa tan preciso de la corrupción a gran escala.

Los sistemas muy corruptos ponen un techo al desarrollo de los países. Esa es una de las razones de los fracasos relativos de Venezuela, Brasil o Argentina, estados que, en esencia, están empantanados desde hace muchas décadas, o avanzan demasiado lento, muy por detrás de las vanguardias mundiales, pese a los nuevos brillos y ropajes. Algunos períodos de salto hacia adelante son siempre frustrados por grandes crisis y retrocesos. 

Por supuesto que la corrupción no es un tema exclusivo de América Latina. También es moneda corriente y tema central del debate político en África, Europa del Este y ciertas regiones de Asia.

Un ensayo divulgado por Folha de Sao Paulo en 2017 sostiene que China padece mucha más corrupción que Brasil: una economía de amiguismo entre empresarios y políticos, que supone necesariamente un techo para su desarrollo y la justicia social.

Familiares de los máximos dirigentes chinos, incluyendo el presidente Xi Jinping y el ex primer ministro Wen Jiabao, disimularon parte de sus fortunas en paraísos fiscales, reveló en enero de 2014 un pool de prestigiosos medios de comunicación internacionales. La lista de nombre es un verdadero “Quién es quién” de la élite política y empresarial de la segunda economía del mundo.

Por qué ahora

El suicidio de Alan García levantó protestas sobre el presunto exhibicionismo y la dudosa justeza de los jueces peruanos, como antes el “Lava Jato” puso en cuestión a cierta policía y a ciertos jueces brasileños. 

Esas polvaredas no ocultan lo esencial: la justicia es imperfecta, avanza por aproximación, con errores y retrocesos, pero la corrupción ya no es tan impune, como pareció serlo hasta bien entrado el siglo XX.

El “Lava Jato”, que sacude a América Latina, se inició con un puñado de policías honestos y un juez joven y ambicioso, que luego inició una carrera política como ministro de Jair Bolsonaro.

Una mayor extensión del sistema democrático, con tribunales más autónomos y una prensa más independiente, hacen que las personas se sientan más seguras y demandantes. 

Vistos desde esa perspectiva, los escándalos al fin pueden ser buenas noticias.

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