Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Más pudor y el tobillo de madame chevreuse

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14 de julio de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford del Trinity College
Estimado Leslie

 

Más pudor y menos pseudotítulos

En el Protágoras, Platón introduce el mito de Prometeo que narra la génesis de las especies mortales, incluida la humana.  Después de modelarlas a todas a partir de la mezcla de tierra y fuego, los dioses encomendaron a los titanes hermanos, Prometeo y Epimeteo, la distribución de las facultades respectivas a cada una de ellas.  Mas una vez concluida la repartición,  y agotados ya todos los recursos, la especie humana estaba en una posición claramente desfavorable. Epimeteo, encargado de la distribución, había dejado al hombre sin garras ni colmillos para cazar o defenderse, y sin piel para abrigarse del frío. Fue así que Prometeo decidió robar el fuego y la sabiduría del arte a los dioses, ofreciéndoselos a los hombres para que pudieran conservarse (este acto, tan heroico como atrevido, le valió el apodo de “titán amigo de los hombres”, y  el permanecer encadenado a una piedra mientras un águila devoraba una y otra vez su hígado, como castigo divino por su imperdonable osadía).  Sin embargo, este regalo no fue suficiente para garantizar a los humanos su supervivencia: para contrarrestar el inmenso poder de la naturaleza, los hombres debían actuar en forma cooperativa, pero acababan ultrajándose entre sí por carecer del arte de la política.  Temiendo por su extinción definitiva,  Zeus ordenó a Hermes llevar a los hombres el pudor (aidos) y el sentido de la justicia (diké) para asegurar la armonía social, basada en lazos comunes de respeto. 

Aidos era la diosa de la vergüenza en la mitología griega, y representaba la represión de los comportamientos bochornosos o inapropiados que causan incomodidad y violencia en los demás.  Gracias al aidos el hombre puede reconocer la humanidad de los otros, tratándolos como semejantes y no como meros instrumentos para conseguir un beneficio personal.  El pudor era concebido por los padres de la democracia occidental como una cualidad cívica fundamental para la observancia de la dignidad y derechos de los conciudadanos, a quienes no era moralmente lícito dirigirse en forma impertinente, chapucera o fraudulenta. Por ello, junto con los dones, Zeus ordenó a los hombres el acatamiento de la siguiente ley: “que todo aquel que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como la peste, de la ciudad”. 

Mas hecha la ley, hecha la trampa.  Prueba de esto es la perenne contemporaneidad de la sentencia maquiavélica: “la política es el arte de engañar”.  Es probable que esto sea, en parte, inevitable (los humanos necesitamos una porción mínima de mentira para poder digerir la cruda realidad), pero ¡ojo! con el empacho provocado por los tejes y manejes de ciertos actores que colonizan nuestra arena política con la mentira ostensible y procaz.  

No sé en Inglaterra, pero lo que cunde aquí es una suerte de arrebato de usurpación de títulos profesionales.  Los incidentes son aún contados pero han provocado una notoria polémica pública que ojalá sirva, de una vez por todas, de antídoto contra este lamentable artificio.  

Aunque en Uruguay no se requiere de ningún título profesional para ocupar un cargo político (y créame que este absurdo argumento ha sido públicamente esgrimido para minimizar la gravedad de los hechos) eso no hace menos vil y condenable a la mentira. Cuando un gobernante se arroga un falso título compromete, no sólo su credibilidad personal, sino también la dignidad de todos aquellos a quien representa.  No se me ocurre ningún argumento válido para justificar esta violación del derecho a la verdad de un pueblo.  Y cuando las aclaraciones oscurecen, siempre está el recurso del mea culpa (o reconocimiento de la responsabilidad que nos toca). Claro que éste no es un “trending gesture” en el tablado político: la libertad y el coraje que dicho gesto demanda son, a los votos, como el Flit a los mosquitos… Y, entonces,  muchos fulanitos canjean su integridad por un carguito. 

A todo nivel prolifera “la agonía de Aidos”, pero cuando la falta de pudor es ostentada por alguien que requiere de nuestro voto para actuar, entonces deberíamos pensar si no hay razón suficiente para aplicar la regla de Zeus… Eso o, de lo contrario, ir a llorar al cuartito.  

No sé en Inglaterra, pero lo que cunde aquí es una suerte de arrebato de usurpación de títulos profesionales.  Los incidentes son aún contados pero han provocado una notoria polémica pública que ojalá sirva, de una vez por todas, de antídoto contra este lamentable artificio.  

 

El tobillo de madame de chevreuse
 

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, para Magdalena Reyes Puig
Querida Magdalena

 

Es significativo que el Oxford English Dictionary, de ordinario bastante unívoco, al buscar definir el pudor (modesty), recurra al mosaico y a la pincelada múltiple. 

Califica, por un lado, de pudorosa, a la persona que no alardea de sus propias cualidades, e incluso las valora en poco. Si estuviéramos en una cata de vinos, diríamos que el Dictionary atribuye al pudor notas de humildad.

Pero luego embellece el concepto, dándole un giro inesperado hacia la moderación o, más precisamente (creo que María, mi querida traductora, estará de acuerdo), hacia la frugalidad. 

En su tercera y última acepción (como un eco en el paladar), se dice que el pudor debe incluir, para serlo realmente, un modo, no sólo interior sino también exterior, de corrección y de decencia. 

Sólo en el marco de una personalidad humilde, frugal y decente -templada, dirían resumiendo algunos aristotélicos- puede florecer una inteligencia plena y útil. Debido a lo que los medievales llamaron la “conexio virtutum” , difícilmente puede esperarse nada bueno de caracteres consumidos por la soberbia, la codicia o la impudicia, ni de nosotros mismos si nos dejáramos llevar a esos extremos.
Hoy me gustaría examinar el lado más externo y físico del pudor. Y considerar también la degradación de la sensibilidad que su pérdida, uniformemente acelerada, ha supuesto en estos últimos 100 años. No piense usted que estoy dramatizando de más.

Consideremos, en primer lugar,  de dónde venimos. Tomemos como ejemplo, no a Dickens (pues sería arrimar excesivamente el ascua a nuestra sardina) sino a un autor tan alejado de las buenas costumbres como Alejandro Dumas (1802-1870). No faltan, es cierto, en sus novelas, lo que mi abuela llamaba momentos de alcoba (aunque, me apresuro a decirlo, del todo decepcionantes, de acuerdo a los estándares actuales). Pero hay, en Los Tres Mosqueteros, una escena que dice mucho acerca de la sensibilidad y del pudor de la época. 

Los mosqueteros están sentados, quizás jugando a los dados, en la puerta del Hotel de Tréville, cuando una carroza se detiene. Al abrirse la portera y descender una dama, el azar quiere que el vestido se enganche un poco y se levante lo suficiente como para revelar un tobillo fino como el cristal. ¡Y los mosqueteros se conmueven! 

Desde nuestra perspectiva, suena casi ridículo: ¡un tobillo! Y es que hemos recorrido un largo y nefasto camino desde entonces. A partir especialmente de la Segunda Guerra Mundial, se hizo de la exhibición de la desnudez femenina, no de la masculina, tanto en el cine como en las playas (¡el estúpido topless!), una bandera de triunfo y de liberación. Luego se propuso un combo entre el amor (sic) libre (sic) y la anticoncepción, sin importarnos cuán descaradamente se ponía a la mujer al servicio del capricho masculino, de la satisfacción del guerrero… Han tenido que pasar 70 años y aparecer el #MeToo para que empezara a ser aparente la denigración de la mujer que aquellas y otras propuestas encerraban.

Pero aquello es casi insignificante si lo comparamos con la situación actual. Con la preocupación a todos los niveles (no en círculos conservadores, ni entre los vicarios tradicionales del tardopuritanismo danés, sino trasversalmente entre personas de cualquier tendencia y formación), ante el hecho sin precedentes de que cientos de millones de jóvenes están siendo formados en la sexualidad, casi exclusivamente, por la pornografía a la que acceden ¡desde la más tierna infancia! a través de internet. 

¿Y eso porqué es preocupante? Porque la pornografía falsea esencialmente la realidad al reducir la sexualidad a un dato, a una imagen externa. Pero, si algo sabemos, es que la sexualidad humana, es una realidad intrínseca, espiritual, íntima, compleja, emocional y subjetiva, que no cabe en una representación plana. 

Ya en los años 90, en Inglaterra, Victoria Gillick en su “Relato de una madre”, alzó su voz contra el abuso que suponía la educación sexual mediante imágenes (pornográficas, por cierto). Su argumento evidenciaba lo que Kierkegaard había descubierto antes que ella: que ciertos conocimientos, por su naturaleza propia, sólo pueden adquirirse en la intimidad. En una intimidad que debe ser protegida y cultivada. Pero ¿no es ésa precisamente la función de las virtudes del pudor y de la modestia?

 

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