Por Pablo Carrasco, especial para El Observador
En el mes de mayo del año 2016, el capataz de un amigo notó la falta de 59 terneros en el campo que le tocaba cuidar. Rápidamente notó que alambrado por medio, un lote de animales tenía el tipo de los ganados de la estancia e hizo la denuncia. La certeza provenía de ese maravilloso conocimiento insustituible que no se aprende en los libros y que adorna a la enorme mayoría de nuestros camperos. Rápidamente la Policía local con el apoyo de la Brigada Especial para la Prevención y Represión del Abigeato (Bepra) allanó el predio vecino y encontró los restos de caravanas y devolvió los animales a sus legítimos dueños. Caso resuelto, diríamos con total éxito, como en la mayoría de los casos que he conocido en mi vida ganadera.
El problema comenzó cuando el episodio ingresa al área judicial. El juez determina la interdicción de los animales robados como un recaudo en el caso de necesitarse mayor evidencia y encarga la custodia de los animales a los propios dueños. En los últimos días del mes de enero de este año, es decir 32 meses después, la justicia les ha hecho la entrega de los animales en cuestión para que dispongan de ellos con libertad. El contraste fue alarmante. Mientras el autor del abigeato sólo era incomodado con citaciones al juzgado, las víctimas del robo tuvieron una condena concreta de casi tres años gastando en los animales y sin poder darles el curso comercial normal para el giro del establecimiento.
No es mi intención reprochar la existencia de disfunciones en el conjunto de leyes que rigen nuestra convivencia. Los errores por inadecuación, obsolescencia o simplemente diseño legal es cosa de todos los días y no me impresionan. Lo que resulta desconcertante es lo que hacemos con estas disfunciones: absolutamente nada.
Esta historia puede repetirse al infinito sin ningún problema porque absolutamente nadie habrá de reformular la norma para evitar que suceda de nuevo. Los sistemas jurídicos carecen de mecanismo de autocorrección, sistemas inteligentes que aprendan de sus propios errores para que no vuelvan a ser cometidos. Podríamos citar cualquier otro aspecto de nuestra vida o de la vida institucional del país y veríamos exactamente los mismo, cosas que están mal diseñadas y que no generan reacción alguna.
Soy un admirador y seguidor de la aviación comercial porque constituye el ejemplo contrario al mensaje que quiero transmitir. En la serie de NatGeo llamada Mayday, catástrofes aéreas, se puede ver el hercúleo esfuerzo que hacen las autoridades aeronáuticas por conocer las causas de todos y cada uno de los accidentes aéreos. Muchas veces sacan del fondo del mar –y a un costo inaudito– miles de pequeñas piezas que integraron la estructura del avión para conocer la falla que precipitó el accidente y este trabajo, casi sin excepción, termina en una modificación de los protocolos de aviación. Nunca tropiezan dos veces con la misma piedra.
Nosotros en cambio podríamos usar un destornillador para clavar un clavo in aeternum.
La palabra Mayday es utilizada en la modernidad como un pedido de ayuda en accidentes aéreos o marítimos. Decir la palabra Mayday tres veces sustituye al viejo SOS y su origen es una adaptación a la fonética inglesa del término francés m’aider (ayúdame).
La seguridad jurídica es un gran aliado en la formación de un clima de negocios que dé a las naciones su oportunidad de crecimiento pero puede transformarse en enemigo si nadie cuida de sus disfunciones.
Es por eso que estamos a tiempo para que Mayday, catástrofes jurídicas no sea el nombre de la próxima serie de NatGeo.
Inicio de sesión
¿Todavía no tenés cuenta? Registrate ahora.
Para continuar con tu compra,
es necesario loguearse.
o iniciá sesión con tu cuenta de:
Disfrutá El Observador. Accedé a noticias desde cualquier dispositivo y recibí titulares por e-mail según los intereses que elijas.
Crear Cuenta
¿Ya tenés una cuenta? Iniciá sesión.
Gracias por registrarte.
Nombre
Contenido exclusivo de
Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.
Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá