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Mucho más que 33 gauchos

Los aniversarios “redondos” de los 110 años del nacimiento de Juan Carlos Onetti y de las ocho décadas de El pozo habilitan algunas reflexiones y relecturas sobre su enorme mito literario y algunas (malas) consecuencias
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14 de julio de 2019 a las 05:00

Con toda razón, Onetti es el creador de un espacio literario firme, poblado por personajes memorables, imbuidos por ambientes y contextos propios, que conforman un estilo. Elevó a Montevideo a un estatus ficcional que todavía no poseía, en claves similares a las de William Faulkner, Yasunari Kawabata, James Joyce o Guillermo Cabrera Infante, solo por nombrar cuatro escritores de territorios diferentes. 

Ayudó de manera decisiva a generar un limo sobre el que prosperó la imagen de la ciudad (y por extensión, de cierta parte del país), con tal fuerza y vehemencia simbólica, que todavía hoy, a más de un siglo de su nacimiento y a ochenta años de El pozo, la novela breve con que inauguró esta postura estética, los rasgos del paisaje urbano siguen torciéndose como las letras despatarradas de su caligrafía: la ficción vence, una vez más sin perdón, a la realidad, que de forma inevitable –como en un imán de papel–, regresa a las páginas de las que surgió.

Basta un paseo fugaz por Ciudad Vieja, por la rambla portuaria, por otros barrios marginales, para reconocer en cada esquina un astillero herrumbrado, un barco encallado hasta la eternidad, personajes que enfila el frío de hombros encorvados, cargados de pérdida, Eladios Linaceros del destino que continúa pariendo la ciudad década tras década, en el centro y los arrabales. 

Con maestría indiscutible, Onetti fue el gran partero de una narratología tan presente hasta hoy en la pared derruida, la humedad, la decadencia física como reflejo de la podredumbre moral, en fin, en la vida como derrota, en el paso del tiempo como drama inexpugnable, la acción como juego inútil ante un gigante multiforme e invisible, que ni el nuevo uruguayo con su estúpida frivolidad consumista pudo terminar de vencer. 

El Uruguay del siglo XX, de hijos de inmigrantes desarraigados y modernos, críticos y ateos desencajados del resto del continente, ignorantes del pasado, especie de europeos sorbiendo mate guaraní y escuchando tangos suicidas, tuvo en Onetti un faro. ¿Quién puede negarlo?

Reconocer lo anterior no implica poder aceptar algunas consecuencias dañinas de la deriva onettiana, que estaban presentes como potentes semillas ya en su inicial El pozo. Por ejemplo, la archiconocida frase: “¿Qué hay detrás de nosotros? Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”. La frase es ingeniosa, y escrita en 1939 seguro sacudió varias posturas acartonadamente nacionalistas que reproducían las simplonas visiones escolares sobre la compleja independencia oriental. 

Con maestría indiscutible, Onetti fue el gran partero de una narratología tan presente hasta hoy en la pared derruida, la humedad, la decadencia física como reflejo de la podredumbre moral, en fin, en la vida como derrota, en el paso del tiempo como drama inexpugnable, la acción como juego inútil ante un gigante multiforme e invisible, que ni el nuevo uruguayo con su estúpida frivolidad consumista pudo terminar de vencer

Entonces, el prejuicio operó así: antes de narrar un pasado bárbaro, obtuso e inentendible, alejado del existencialismo de moda, pongamos la lupa en las miserias del alma y la tragedia del diario vivir. El resultado fue formidable, pero una cosa no quitaba la otra…

El problema es que ese desprecio hacia la historia y sus personajes también implicó una simplificación torpe y destructiva sobre el pasado y la tradición, que alimentó un sinnúmero de perjuicios, ahondó en ignorancias socarronas, y un siglo después aún está vigente en el ambiente literario local. 

Salvo algunas excepciones, pocos escritores se interesan por narrar o recrear hechos históricos, en profundizar en personajes que no tienen nada que envidiarle al más puro realismo mágico o en hechos fundamentales, básicamente de los siglos XVIII y XIX en la Banda Oriental y en la joven república “independiente”, que todavía no han ido siquiera abordados por primera vez. Episodios dignos del surrealismo, incluso de la ciencia ficción o del realismo más rancio y sucio esperan a los autores en libros olvidados en sótanos, bibliotecas abandonadas, librerías de viejo o prolijos escaneos en internet.

El desprecio onettiano a la historia y sus personajes implicó una simplificación torpe sobre el pasado que generó prejuicios que se mantienen en la literatura local

No pretendo cargar las tintas contra Onetti como principal responsable, luego de todos sus aportes sustantivos a las letras nacionales. Quiero marcar posibles desviaciones de algunos de sus conceptos (que también cultivó la mayor parte de la generación del ’45) y que heredaron sin cuestionamientos casi todos los que vinieron después. Hubo treinta y tres gauchos, claro, y muchos más, que realizaron acciones tan memorables como atroces, tan románticas como carniceras, cargadas de euforia y pavor, que deben ser combustible de nuevas épicas. 

No de la estatua ni la apología retrógrada, sino de una nueva forma de entender la historia y por ende la identidad. Si no, volvemos a ahogarnos en la radiografía del microbio, en una épica marchita que solo celebra el ombligo.
 

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