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Ocho días en crucero por el Caribe Sur

Los paraísos en la tierra existen. Esa es la conclusión luego de haber pasado ocho días y siete noches a bordo de un crucero de lujo, con paradas en islas increíbles, donde el agua turquesa, la alegría y las buenas comidas son la regla y no la excepción
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23 de julio de 2018 a las 05:00

[Por Andrea Sallé Onetto]

Siempre pensé que las fotos del Caribe estaban retocadas: el color de sus playas no podía ser de verdad. Acostumbrada a la costa del querido Río de la Plata, no podía creer que cada ciudad a la que llegábamos nos regalara una gama de azules y turquesas. Hasta me daba lástima que los barcos navegaran sobre esas aguas. Pero me estoy adelantando... Me puse a hablar del agua cuando todavía no subí a bordo del crucero que será mi hogar por ocho días y siete noches.

Rumbo al mar

Casi siete horas de vuelo me separaban del punto de partida de la aventura caribeña. Gracias a la invitación de la empresa de cruceros española Pullmantur, yo iba rumbo a Ciudad de Panamá, donde me esperaba mi futuro grupo de viaje, compuesto por otros periodistas de Latinoamérica (más precisamente de Argentina, Panamá y Colombia). Tras llegar en tiempo y forma, y reunirme con mis colegas, comenzamos el recorrido que tenía como antesala un breve tour por Panamá, donde la naturaleza dice presente a cada centímetro y no se achica frente al avance de la modernidad. Desayuno mediante en un restaurante típico llamado El Trapiche —les recomiendo probar el desayuno panameño con frijoles negros, panceta, queso blanco, polenta y huevo frito— nos dirigimos al Centro de Visitantes de las Esclusas de Aguas Claras, donde puede apreciarse el famoso canal que une el océano Atlántico con el Pacífico. Tuvimos suerte y vimos a una gran embarcación comenzando el recorrido de 80 kilómetros que conecta los océanos; pero no pudimos quedarnos a apreciar todo el proceso.

Cerca del canal de Panamá está la ciudad portuaria Colón, otrora residencia de los más acaudalados y hoy un simple recuerdo de lo que fue: una mezcla de encanto y decadencia que el gobierno está tratando de revitalizar. Es allí en Colón donde nos espera nuestro futuro gran hogar, el crucero Monarch de Pullmantur, con sus 12 pisos, capacidad para 2600 pasajeros, dos piscinas, 10 bares, 4 restaurantes, teatro, discoteca, gimnasio y horas de entretenimiento infinitas.

El embarque es rápido y nos dan una tarjeta magnética que debemos cuidar como "nuestra vida", ya que funciona como acceso a la habitación —o camarote, mejor dicho— y para poder subir y bajar del barco sin necesidad de mostrar el pasaporte. Me siento como en el Titanic pero sin DiCaprio, con las comodidades del siglo XXI y sin miedo a toparme con un iceberg, porque el calor será una constante en nuestra estadía movediza. El barco es enorme, pero por suerte en cada cubierta hay un mapa que señala dónde está cada cosa. Mi camarote está en la cubierta 4, cerca del restaurante donde cada noche cenaremos alguno de los manjares de la carta, ideada por el chef español Paco Roncero. Les aseguro que tienen opciones para no aburrirse y los ocho días no les alcanzarán para probar todos los platos.

La ciudad de los colores

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Flores, flores y más flores. Así nos recibe Cartagena de Indias en Colombia desde el momento en que bajamos del barco. Esta ciudad que supo ser puerto de piratas, fue fundada en 1533 y alberga a poco más de un millón de personas.

Son las diez de la mañana y el calor es insoportable. Vendedores de gorros y de agua nos siguen y nos insisten en que les compremos por más que les digamos que no de mil formas diferentes. Estamos en la fortificación del Castillo San Felipe de Barajas, la construcción más grande hecha por los españoles en América. Aparte de la gran edificación, las palenqueras con frutas en la cabeza y trajes típicos se roban todas las miradas. A los turistas que quieren sacarles foto les cobran o intentan venderles las frutas frescas. Como a las cinco de la tarde tenemos que volver a embarcar y nos quedan muchos paseos por delante, no entramos a la fortaleza. De allí nos dirigimos a un tour por la Cartagena Colonial, previa parada en el barrio de San Diego, donde visitamos las Bóvedas, un paseo de compras con artículos típicos de la zona. No resisto la tentación y utilizo los 15 minutos que nos dan para tratar de elegir un bolso wayuu entre la infinidad de combinaciones de colores que hay.

De vuelta en el tour y bajo la dirección de nuestro guía Arturo —que se hace llamar King Arthur y es todo un personaje—, nos dirigimos al centro histórico, conocido como "Ciudad Amurallada", declarado Patrimonio de la Humanidad. La arquitectura colonial está sumamente cuidada y es un placer para la vista. Los colores de las casas resaltan con el brillo del sol: rojos, amarillos, azules, violetas; nada de tonos pasteles y aburridos. Hay pintores callejeros, vendedores de sombreros y hasta de hormigas comestibles. Turistas por doquier, calor, música, iglesias, puertas espectaculares y más calor.

Detenemos nuestra caminata para entrar a conocer el Palacio de la Inquisición, lugar donde la iglesia reclutaba a los delincuentes, herejes y posibles brujas a principios del siglo XVII. Arturo nos guía por los salones que exhiben los diferentes métodos de tortura que empleaban: la crueldad no tenía límites.

Para levantarnos el ánimo nos llevan a ver un espectáculo de música folclórica colombiana y luego a almorzar al restaurante Carmen, que ofrece una variada carta inspirada en sabores locales, especialmente con platos del mar. Para llevar la contra pido carne de cerdo acompañada de tubérculos andinos, puré de camote peruano y habichuelas al ajillo. Una delicia que rematé con un postre que era una explosión de sabores: helado de coco y limón con turrón de chocolate sobre una base de maracuyá.

Finalizamos el tour con otro tramo de caminata, esta vez en la zona de Getsemaní, donde la arquitectura y el street art son los protagonistas. En las callecitas la gente está sentada en la vereda, los niños juegan en la vuelta y la música suena en cada rincón. Hoteles y restaurantes boutique se mezclan con las casas de familia y a todos los unifica el color. Se respira arte, alegría y amabilidad. Como embarcábamos temprano no pudimos comprobarlo, pero varias personas nos dijeron que la ciudad se pone aun mejor de noche, habrá que volver.

La isla dushi

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La herencia holandesa se ve en cada rincón de esta isla que por momentos parece sacada de una postal de Ámsterdam. Ubicada al sur del mar Caribe, a 50 km de Venezuela, Curazao fue colonizada primero por los españoles y luego por los neerlandeses, quienes la transformaron en un punto estratégico del mercado de esclavos. Hasta el día de hoy Curazao está ligada a su pasado, ya que es un país autónomo dentro del Reino de los Países Bajos, sus pobladores (unos 160 mil aprox.) también son ciudadanos neerlandeses y uno de sus idiomas oficiales es el holandés.

Frente a este panorama nos encontramos en nuestra primera parada del recorrido por las Antillas. Rodeada de un mar azul intenso y casas bajas pintadas de todos colores se encuentra la capital y localidad más poblada de la isla, Willemstad. Nuestro guía Joan es colombiano y arquitecto de profesión e intenta enseñarnos algunas palabras simples en papiamento, el otro idioma oficial de las Antillas. El papiamento es una mezcla de portugués, español, holandés, arahuaca y diversas lenguas africanas. Dushi es una de las palabras más usadas en la isla y que incorporamos rápidamente. Quiere decir lindo, rico, dulce y básicamente se emplea para describir casi cualquier cosa. Una comida puede ser dushi, una persona, un lugar, una experiencia, un estado de ánimo. Todo lo bueno es dushi.

En Curazao pasé por tres etapas: angustia, adrenalina extrema y relax. Nuestro recorrido comenzó con la visita al museo Kura Hulanda, que muestra lo que fue el comercio transatlántico de esclavos, desde la captura hasta su reubicación en los distintos puntos de América. Una escultura del continente africano con cara de mujer nos recibe en la entrada, donde nos espera nuestra guía Florentina; una señora atemporal e imperativa, que se presenta como una defensora de la historia y la memoria. El recorrido por el museo es detallado y duro. Pueden verse objetos originales de la época y recreaciones de los maltratos. Sin embargo, es un paseo más que necesario para entender nuestro presente como latinoamericanos.

Del trago amargo nos fuimos por uno más salado: un paseo en jet ski. Si nunca manejaron uno, no se preocupen, no hace falta experiencia solo un poco de coraje. El jet ski es similar a una moto de agua y pueden ir hasta dos personas sentadas en él. "El mar está un poco picado", nos dijeron antes de salir. Parecía una montaña rusa aquello y más de una vez pensé que iba a terminar en el agua y que el conductor de mi jet ski no iba a notarlo. Si les gustan las sensaciones extremas, la velocidad y sentir cómo la adrenalina corre por sus venas, este es un paseo ideal. Del sacudón marítimo pasamos a hacer una pausa sobre un arrecife para practicar esnórquel. La vista era alucinante y hasta pudimos apreciar los detalles de un barco hundido cerca de la costa. Para terminar el día, fuimos a almorzar al complejo Papagayo Beach Club, ubicado sobre una costa de aguas cristalinas y con una piscina infinita que casi no se diferenciaba del mar. Allí pudimos bajar las revoluciones, juntar energías y tirarnos en reposeras a disfrutar del Caribe en su máximo esplendor.

El rincón del buzo

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Tras una noche de navegación arribamos a la isla Bonaire, de tan solo 288 km2 de superficie y 20 mil habitantes. También forma parte de las ex Antillas Neerlandesas, pero sigue vinculada al Reino de los Países Bajos como un municipio más. Sus idiomas oficiales, al igual que en Curazao, son el holandés y el papiamento, aunque la mayoría de sus habitantes también hablan inglés y español de forma fluida debido al turismo, su gran actividad comercial. Es un destino tranquilo, sin boliches ni cines, donde sus habitantes casi no tienen tiempo libre y les molesta el ruido. Los turistas que buscan sus playas tienen la tranquilidad asegurada.

Al llegar al puerto de Kralendijk nos espera el catamarán Reef Ambassador para recorrer su mayor tesoro: el mundo acuático. Bonaire está entre los mejores lugares para hacer buceo del mundo. Cuenta con 86 sitios para bucear y recibe aficionados todo el año, principalmente de Europa y Norteamérica. Nosotros no buceamos, pero sí practicamos esnórquel en sus aguas turquesas.

Después de una hora de nado y otro tramo en el catamarán, almorzamos en el restaurante It Rains Fishes, frente al puerto y de allí realizamos un tour en ómnibus para conocer toda la isla. Las vistas de la costa son indescriptibles: las playas parecen pintadas con acuarelas. Puntos obligados a visitar son la playa de los mil escalones (que en realidad tiene solo 69); el lago Goto donde puede verse al animal símbolo nacional, el flamenco; las pirámides de sal junto al "mar rojo" y las cabañas de los esclavos, que no son más que pequeñas construcciones frente al mar. La paradoja es que la vista desde el interior de las casillas —en donde no cabe parada una persona— es inigualable.

El paraíso árido

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Aruba fue la frutilla de la torta del viaje, pero también el destino donde estuvimos menos tiempo. Esta excolonia holandesa de cien mil habitantes es "el" destino para los amantes de la playa. De las tres islas que visitamos es la que cuenta con la oferta hotelera más grande (y a simple vista, más lujosa) y con las mejores playas para, justamente, hacer playa.

Partimos de la capital Oranjestad a recorrer la otra cara de Aruba: su zona árida. En imponentes camionetas 4x4 remontamos las dunas rocosas del desierto —y comimos polvo— en un tour que hacía varias paradas, entre ellas el Faro California, la capilla de Alto Vista, las ruinas del castillo Bushiribana y dos puentes naturales, uno grande que colapsó en 2005 y otro aún en pie que llaman "puente bebé". El tour dura un par de horas y en él la naturaleza es la protagonista. Cactus, formaciones rocosas, bahías de aguas salvajes, grutas y mucho sol fueron la antesala perfecta para lo que venía después: la codiciada playa.

Nos detuvimos en Arashi Beach, una playa de aguas cristalinas y arena extremadamente blanca y fina. No había olas, solo tranquilidad. Un lugar ideal para visitar en familia, especialmente si se va con niños, ya que la costa es tan llana que uno puede estar varios metros metido en el mar y el agua apenas le llega a la cintura. Son metros y metros de agua celeste, turquesa y verde agua. Un paraíso para quedarse a vivir y olvidarse de los problemas.

Pero lo bueno dura poco y a las tres de la tarde ya estábamos de regreso para el embarque. En realidad, lo bueno siguió existiendo, porque al día siguiente nos esperaba una jornada entera de navegación donde pudimos disfrutar de todo lo que tenía para ofrecernos el crucero. Conocimos la cabina de mando, conversamos con el capitán, asistimos a una demostración de comida, fuimos al teatro, a bailar, al buffet, a cenar, a comprar y todavía nos quedaba aliento para volver a repetir el recorrido de ocho días y siete noches, si hubiéramos podido.

Sobre el mar

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Viajar en crucero es una gran experiencia si se tiene poco tiempo de vacaciones y se quiere hacer mucho. El Monarch de Pullmantur ofrece las comodidades de un hotel de lujo all inclusive y las ventajas del transporte seguro. Cuenta con un casino de última generación, tiendas de ropa, joyería y accesorios con precios de free shop, espectáculos todas las noches, club de niños (de 3 a 11 años) con animadores y salas para adolescentes.

Vale aclarar que el all inclusive es, de verdad, un todo incluido, por lo que probablemente los pasajeros vuelvan a destino con un par de kilitos de más pero con el corazón más que contento. La sala VIP The Waves es ideal para aquellos que quieren más tranquilidad y estar siempre conectados. A bordo del barco la amabilidad y la buena disposición de la tripulación se ven en cada detalle, y la posibilidad de conocer personas de otras latitudes le añade más encanto a la experiencia.

Datos curiosos

Para abastecer a un crucero de casi 3400 personas (tripulación incluida), nada puede quedar al azar. Aquí algunos datos curiosos y magnitudes insólitas:

• el capitán debe dormir 10 horas por día

• hay 146 cocineros a bordo

• en la tripulación hay gente de todo el mundo, especialmente filipinos, indios e indonesios

• en una semana se consumen 8.000 botellas de agua, 3.000 latas de refresco

20.000 latas de cerveza, 28.000 huevos y 700 kilos de quesos

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