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Oficios en extinción en el mundo de la moda y el interiorismo

Cuatro testimonios de algunos de los últimos especialistas que resisten, entrenan el desapego o enseñan oficios que están desapareciendo vinculados a las industrias de la moda y el interiorismo
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20 de octubre de 2018 a las 05:00

[Por Ina Godoy]

En el intento de contactar a los posibles entrevistados para un reportaje sobre oficios que están desapareciendo, el —en principio— amigable objetivo se va convirtiendo en una misión que por momentos parece imposible. “No es el mejor momento para dar un testimonio, la situación es angustiante”, “Lamentablemente tuve que cerrar la fábrica y ahora hago algunos trabajos de manera informal”, fueron algunas de las razones esbozadas cuando la respuesta era negativa.

La escena se repitió en varios intentos y la angustia también afloró en los que sí aceptaron tener una entrevista. Álvaro Esteves está al frente de la última fábrica de corbatas del país y baja la voz al afirmar que “hace seis o siete años que venimos cada vez peor, lo mantengo porque tengo una empleada que trabaja hace 39 años conmigo, si no, ya hubiera cerrado; hace cuatro meses que estoy poniendo plata. ¿El subsidio? Es un trámite engorroso y no alcanza para nada”. Esteves se refiere a la subvención otorgada a la industria de la vestimenta por la Ley 18.846, aprobada en 2011, que se compromete a distribuir 27,5 millones de dólares en un período de siete años, sobre una base de 5 millones de dólares anuales. “Se destina 33% a las empresas según su masa salarial, 33% a los trabajadores y 34% a la financiación de proyectos que se presenten para el desarrollo de capacidades productivas del sector”, detalla la web del Ministerio de Industria, Energía y Minería (MIEM), pero, a pesar del esfuerzo, la situación sigue en caída.

Si la industrialización por sustitución de importaciones fue el contexto en el que la industria textil local vivió su mejor momento a mediados del siglo pasado; la apertura de las importaciones y el desembarco imparable de la industria de Oriente (especialmente, la china) a costos inalcanzablemente bajos para los altísimos costos de producción local, determinan un presente bastante macabro para los que aún sobreviven. En el sector de la arquitectura y el diseño se repite la historia de personas que le han dedicado su vida a oficios en los que casi no quedan idóneos y ante la escasez de trabajo optaron por la docencia. Sergio Caraballo, luego de estar empleado en varias mimbrerías montevideanas, sobrevivió a la llegada del plástico enseñando el oficio en el Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (Inisa). Por su parte, el restaurador, escultor, frentista y yesero Luis Alonzo recuerda: “Hasta el año 2000 el taller trabajó más o menos bien, lo último que hicimos fue la restauración de la Quinta Berro, donde funciona la sede de la secta Moon, estuvimos dos años trabajando ahí. Desde 2015 capacito en restauración patrimonial a empleados del Ministerio de Transporte y Obras Públicas (MTOP), están aprendiendo el oficio y se están desenvolviendo muy bien”.

Corbatero

No hay ningún cartel comercial en la fachada de la calle Rodó, apenas una tipografía dorada y negra sobre el vidrio que anuncia sin vueltas: “Fábrica de corbatas”. Más precisamente, la última. “Cuando empecé a trabajar, en 1965, había cinco fábricas, tengo 73 años y hace 10 que somos los últimos, no queda nadie”, afirma Álvaro Esteves con evidente pesadumbre. Su empresa supo marcar la diferencia y perdurar por ser la única en fabricar corbatas personalizadas. “El trabajo se hace en un telar de Jacquard que trabaja con 10 mil hilos y permite incorporar diseños complejos y personalizados en la trama de la tela. Antiguamente esas máquinas trabajaban con un sistema de tarjetas perforadas y era un lío bárbaro para hacer un dibujo, ahora son telares computarizados, les doy el archivo digital con el diseño y listo. Ha sido la única manera de subsistir, puedo competir con el precio de una corbata española o italiana, pero con el de una china es imposible”, explica Álvaro al frente de una empresa que fabricó 5.000 corbatas mensuales en su mejor momento y hoy se pone contento si hace 800.

Las corbatas son de poliéster o de seda natural, las telas son en su mayoría importadas de una fábrica alemana, la misma desde hace 50 años. Álvaro también fabrica tiradores y moñas como los que lleva puestos, que han traído clientes jóvenes al local. “Justin Bieber empezó a usarlas y fueron llegando tímidamente algunos chiquilines a buscarlas, a partir de ahí, fue un boom”.  Han confeccionado corbatas para innumerables empresas, colegios y entes estatales, como Uruguay Natural, Ministerio de Relaciones Exteriores, Capitán Miranda, Club Uruguay, Club Brasilero, Rotary Club, masones y un larguísimo etcétera, pero Álvaro tiene sus preferidas. “Los trabajos más lindos son los que hacemos para el Comité Olímpico Uruguayo, a Maglione (Julio César, presidente del COU) le gustan las cosas finas y son siempre de seda. Después, uno se encariña con algunas más que con otras, la de Copsa Este para mí fue la más linda”, dice en referencia a una sobria confección de fondo azul marino con finas rayas celestes y blancas y un pequeño logo de la empresa dibujado por los hilos de la seda. “Esta es otra de la AUF que quedó muy linda, la que viajó a Sudáfrica. Esta es espantosa, no la muestro”, agrega, mientras hurga entre decenas de cajas apiladas, y la búsqueda de sus corbatas preferidas pareciera entusiasmarlo más que la charla sobre el futuro de su fábrica.

Sombrerero

De pie en la puerta de su local de la calle Tristán Narvaja, Livio Bastiani toma sol con los ojos cerrados y sin sombrero. “Uso esta boina de estilo inglés y lana bordó que me hace juego con la bufanda”, argumenta con picardía. Nada sabe la tienda sobre las leyes del marketing, se ha vuelto vintage sin buscarlo y parece el contexto ideal para el refinamiento de Livio. “Hasta el 2005 vendía razonablemente bien, podía darme los gustos, podía viajar y ahorraba. Desde ahí en adelante, puedo vivir de esto pero ya no viajo ni ahorro un solo vintén, todo se lo llevan los impuestos”, resume y agrega, “En Montevideo había tres fábricas que hacían la cloche (‘campana’ en francés) de fieltro, una pasta de lana pura que se mezclaba con pelo de animal, aquí generalmente de liebre, que era plaga nacional. Ahora la cloche se importa, acá solamente se corta el ala a gusto y se prensa con calor para darle la forma deseada”. Eso en cuanto a los sombreros de fieltro, los de tela son totalmente fabricados por Livio en su taller.

Aprendió el oficio casi sin darse cuenta, en familia. “Veníamos en tranvía desde casa en Brazo Oriental a la feria de Tristán Narvaja, cargando los sombreros para los tres puestos que teníamos”, recuerda atrás del mostrador con la mirada puesta en la vereda, mirando sin ver o viendo más allá. “Mamá tenía una mesa ahí, donde está estacionado ese auto, papá frente a la Facultad de Psicología, que entonces era un convento de monjas, y mi hermano mayor unas cuadras más abajo”, describe. En 1948 decidieron alquilar el pequeño local de la calle Tristán Narvaja casi Uruguay para usarlo en principio como depósito, pero rápidamente se convirtió en un punto de venta que funciona hasta la actualidad. El taller siempre estuvo en la casa de la familia, Livio tomó la posta cuando su madre y su padre se jubilaron, lo mantuvo y en 1980 compró el local.

Muestra unas fotos de 1930 en el Estadio Centenario, donde la gran mayoría de los miles de presentes usa sombrero, ubica el auge hasta mediados del siglo pasado y su decadencia a partir de 1960. Supo venderles boinas a Wilson Ferreira Aldunate y a Alberto Olmedo, y a pesar de ser su especialidad la que está desapareciendo, parece bastante desapegado del asunto. “No puedo hacer nada, viene la camada nueva y quiere su espacio, el progreso no se puede parar. Pasó lo mismo con las polainas, los cuellos duros, todo eso se acabó para siempre —gracias a Dios—, las mujeres iban a la playa tapadas con aquellos vestidos, espantoso”. Se da vuelta, se sube a un pequeño banco de madera y toma un extraño objeto desde el último estante. Se trata de un conformador, una especie de sombrero hecho con cilindros que se ajustan exactamente al contorno de la cabeza del cliente. “Hace 30 años que no lo uso, antes se hacía todo con una precisión que ya no existe, ahora viene todo S, M, L y chau”. Toma un sombrero chino de tela escocesa negra, gris y plateada que en sus manos parece aun más feo. “Esta porquería sale 2 dólares, yo no la vendo, vendo los míos a $ 1.500, es imposible competir”, dice con una mezcla de desprecio, orgullo y resignación.

Mimbrero

Sergio Caraballo (52) es uno de los pocos mimbreros con diploma, tenía 16 años cuando empezó a hacer un curso en la Universidad del Trabajo del Uruguay (UTU) de Las Piedras y un año más tarde empezó a trabajar en una mimbrería, llamada Arte del Uruguay. “En ese momento era una de las más grandes de Sudamérica, tenía 3 pisos, éramos 110 empleados y cuando me fui, 4 años más tarde, quedábamos 7, se vino abajo con la llegada del plástico”.

Hace casi 30 años aceptó la oferta de un colega para tomar su puesto como docente de mimbrería, primero en el Centro de Reclusión La Tablada y luego en el centro Desafío del Inisa, donde continúa hasta hoy. Forma a un promedio de 20 alumnos de entre 13 y 15 años por año. “La idea es darles una herramienta para cuando estén afuera, el mimbre es muy barato y pueden hacerse muchas cosas con poco, algunos se han puesto un taller en la casa cuando salieron”.

Parece cómodo en su rol de docente, dice que lo que más lo motiva es verlos trabajar solos, confiesa que no extraña su antiguo oficio y deja claro que sigue siendo un experto. “El mimbre es una planta de la familia de las salicáceas, crece en lugares húmedos. Si se corta en verano puede pelarse inmediatamente, pero la vara suele tener muchos nudos, por eso suele cortarse fuera de temporada, se trasplanta dejándolo apoyado en 10 cm de agua durante 3 meses y luego debe hervirse para poder pelarse. Cuando es claro es porque ha sido cortado en fecha —es decir, en verano—, está en su estado natural. Si es más oscuro es porque fue hervido para poder pelarse, es decir, sacarle la corteza. Esa vara redonda se abre en tres partes con un partidor, luego se pasa por una máquina que saca por un lado el corazón de la vara, que se llama viruta y por otro la cinta o esterilla. La viruta se usa para tejer, es la parte más rústica y de menor costo, la esterilla tiene un poquito más de brillo y la usamos para forrar bordes y esquinas”, concluye Caraballo, rodeado de baúles, mesitas, repisas, bibliotecas, maceteros, bandejas, marcos y un largo etcétera de objetos construidos por sus alumnos.

Restaurador

A pocos metros de la plaza Seregni, la fachada deteriorada de una vieja casona de 1885 atesora el taller del frentista y yesero Luis Alonzo (68), y parece dar fe del refrán: en casa de herrero cuchillo de palo. Una vez adentro, poco importa el frente, son 350 m2 en cuyas altísimas paredes y amplios ambientes descansan miles de moldes, molduras y esculturas del país. La colección es conceptual y visualmente impactante y, aunque podría tratarse de un futuro museo de sitio, todo parece indicar que su destino es desaparecer.

En el sitio web del taller (talleralonzo.com) puede verse el proyecto de museo que la arquitecta Valentina Marchese diseñó como parte de su trabajo final en el Diploma de Especialización en Intervención en el Patrimonio Arquitectónico de la Facultad de Arquitectura de la Udelar, donde Alonzo es docente. “Dicen que es inviable porque no es rentable, tiene un costo de unos 400 mil dólares y en los museos no se cobra entrada. Cuando yo me jubile, todo esto desaparece; si lo pienso seriamente me da una impotencia brutal, por eso trato de desprenderme, ¿si no, qué hago?”, pregunta y se pregunta Luis, sobrevolando con la mirada más de 100 años de trabajo.

Estudió en la Escuela de Artes Aplicadas de la UTU (actual Escuela de Artes y Artesanías Dr. Pedro Figari), pero aprendió el oficio en el taller al que llegó siendo un niño, con 12 años. “No quería ir al liceo, mi mamá conocía al escultor Luis Giammarchi, uno de los dueños del taller, y le pidió que me contuvieran un poco y me enseñaran algo. Todos los días viajaba media hora en ómnibus o trolley, en el taller trabajaban 60 empleados, muchos habían venido con el oficio desde Europa, disparando de las guerras, y escuchando esas historias empecé a tener cierta conciencia de que no todo era la calle, me fui enderezando”.

En 1979 participó de la restauración de la fachada del Teatro Solís. “El sol se hizo nuevo, lo ideal era restaurarlo pero era más caro y se optó por hacer un molde y reproducirlo, tenía la capa superficial muy degradada”, explica. También trabajó codo a codo con prestigiosos escultores, como José Luis Zorrilla de San Martin y Stelio Belloni, con quien estuvo dos años colaborando en el molde del gigantesco José Gervasio Artigas ubicado en Minas, considerado el monumento ecuestre más grande de Latinoamérica, con una altura de 11 metros y un peso de 135 toneladas.

“Esa maqueta curva es de la fachada del Auditorio Nelly Goitiño. Estos son del Solís. Ese florón es de 1975, del Parque Hotel, la sede del Mercosur. Ese es El peregrino, el original de Zorrilla, que está en la catedral”, enumera el restaurador con familiaridad. Vislumbrar la posibilidad de que semejante colección desaparezca resulta incomprensible, especialmente para Luis, que conoce los efectos de la impotencia en su salud y prefiere concentrarse en el trabajo de formación que realiza desde 2015 para empleados del área de restauración del Ministerio de Transporte y Obras Públicas. “En 1900 nunca nadie se imaginó que esto iba a terminarse, es como decirle a un mecánico que guarde un carburador porque no van a existir más. En 1962, cuando empecé, en Montevideo había cerca de 15 o 20 talleres como este, hoy soy el último”.

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