Miguel Arregui

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Por el Camino de Santiago: La larga odisea de los maragatos

De cómo una familia de Astorga terminó dando nombre a los rebeldes de Rio Grande do Sul
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09 de enero de 2019 a las 05:00

A partir de Sahagún, un hermoso pueblo medieval, y más desde Mansilla de las Mulas, el paisaje del Camino de Santiago se vuelve un tanto monótono. Incluso la senda parece más angosta y peor señalizada. 


León surge de golpe, metida en un gran pozo. Es una ciudad mediana, muy agradable, con una buena calidad de vida aparente. Su casco antiguo, bonito y movido, incluye una catedral gigantesca, que rivaliza con la de Burgos.


Me hospedé en el albergue San Francisco Asís, que forma parte de un enorme complejo de los franciscanos que incluye un convento, un colegio, una iglesia de buen tamaño, un auditorio y una librería. 


Conversé un rato con un matrimonio de Monterrey, México. Ellos iniciaron el Camino de Santiago a pie, y cruzaron los Pirineos desde Saint Jean Pied de Port. Pero 280 kilómetros más adelante, en Burgos, compraron dos bicicletas baratas y desde entonces pedalearon muy felices. Planeaban vender sus bicicletas por cualquier precio al llegar a destino en Galicia, antes de regresar a su país.


En el albergue de León me encontré por tercera vez con Youngsun Chun, una joven de Corea del Sur. Su tesón es sorprendente. Había magullado su rodilla izquierda y caminaba con dificultad. Pese a todo, durante 200 kilómetros viajó casi tan rápido como yo con mi bicicleta, aunque hizo algunos tramos en autobús.


Después de León, hacia Astorga, por el eje de la carretera nacional 120, el camino transcurre por un feo e interminable suburbio de urbanizaciones, depósitos, fábricas, vertederos y chatarra.


El bonito campo de Castilla y León parece haber muerto; el sendero se vuelve un trámite tedioso. 


Veintidós kilómetros después de León vuelven los campos de maíz, y luego aparece Hospital de Órbigo, un pueblo muy cuidado, lleno de albergues, que incluye un gran puente románico.


En San Miguel del Camino me junté con un grupo de siete ciclistas jóvenes: son de Madrid, Valencia y Barcelona, encabezados por un vasco. No llevaban carga. Largaron desde León y pretendían hacer los 320 kilómetros hasta Santiago de Compostela en cinco días. Eso no era nada de otro mundo: un promedio diario apenas superior al mío. Pero iban rápido y asustaban a los caminantes. Meter siete ciclistas apurados en una senda con peregrinos es como lanzar un camión a gran velocidad por las calles de la Ciudad Vieja.


Un rato más tarde me crucé con un grupo de nueve ciclistas jóvenes: cuatro mujeres y cinco hombres. Se detenían un minuto en los sitios de interés, se sacaban fotos y seguían a todo trapo, escoltados por una camioneta que cargaba sus bultos. Eran de San Juan, Argentina, y querían hacer más de 700 kilómetros del Camino en ocho días, algunos tramos en automóvil y otros en bicicleta.

 

Astorga, San José de Mayo y Gumercindo Saravia

 

A fines de setiembre me hallé en Astorga, una ciudad encantada que se gestó hace más de 2.000 años como campamento de la 10ª Legión romana (Legio X Gemina), la unidad favorita de Julio César durante la conquista de la Galia Transalpina. 


La pequeña Astorga, de unos 11.000 pobladores, tiene la consabida catedral gigantesca, iniciada en el siglo XII, que parece excesiva para el ajustado casco medieval. A su lado está el fantástico Palacio Episcopal, una obra modernista del catalán Antoni Gaudí de fines del siglo XIX. La ciudad tiene otros edificios notables, como la sede del Ayuntamiento, del siglo XVIII, mágicas calles llenas de recovecos y bares, y una rica variedad de esculturas.


Astorga es la capital de la comarca de la Maragatería, en el centro de la Provincia de León. Recorriendo su casco viejo me encontré de pronto en la calle San José de Mayo, un homenaje a la ciudad uruguaya cuyos pobladores llevan el gentilicio “maragatos”. San José, en reciprocidad, tuvo su calle Ciudad de Astorga, hasta que un buen día unos políticos ramplones cambiaron el nombre por el de José Batlle y Ordóñez. Duele como pedrada en un ojo.

 

En realidad, que los pobladores de San José de Mayo se denominen “maragatos” es asunto muy tirado de los pelos: solo una de las familias fundadoras provenía de Astorga, centro de la región de la Maragatería. 


La aldea inicial sobre el Paso del Rey del río San José se formó con personas que habían partido de España en 1778 para poblar la Patagonia. El proyecto fue un desastre, pues los colonos no recibieron casi asistencia, y un puñado de ellos quedó desvalido en Montevideo. Luego, en mayo de 1783, cuarenta familias originarias de Asturias y una nativa de Astorga partieron escoltadas por soldados de Dragones, al mando del capitán valenciano Eusebio Vidal, hasta el río San José. Fueron acompañados por 204 indios misioneros (“tapes”) que los ayudaron en los inicios de la construcción del nuevo poblado. 


El villorrio San José se inauguró formalmente el 1º de junio de 1783 (recién en 1856 tomó el nombre San José de Mayo, en homenaje a la Revolución de Mayo de 1810 en Buenos Aires). Un recuento de pobladores que se hizo poco después de la fundación reseñó que había 43 familias asturianas, cinco castellanas, dos gallegas, una andaluza y sólo una de Astorga: auténticos “maragatos”.


En 1893, cuando el caudillo del Partido Blanco y hacendado Gumercindo Saravia se sumó a una revolución federalista en el sur de Brasil, contra el centralismo de Rio de Janeiro, llevó consigo desde Cerro Largo unos 400 jinetes. La mayoría eran hombres de la frontera: gaúchos exiliados, o estancieros y troperos “abrasilerados”; pero también había entre ellos hasta un centenar de hombres de campo de San José, temibles lanceros maragatos que ni siquiera hablaban portugués, vinculados a Gumercindo (o Gumersindo) por años de revueltas civiles, trabajo ganadero conjunto y lealtades personales.


El grupo inicial, que también integraba Aparicio Saravia, hermano menor de Gumercindo, fue llamado “los maragatos”: primero por sus enemigos “republicanos”, en forma despectiva hacia los “extranjeros”, y más tarde también por sus aliados “federalistas”.


Los Saravia se embarcaron en una rebelión que, en muchos aspectos, fue heredera de la Guerra de los Farrapos (harapos): la revolución republicana y liberal de Rio Grande do Sul, entre 1835 y 1845, contra el Brasil imperial y absolutista.


Gumercindo Saravia, conocido como “o castelhao”, recibió el título de general y llegó a liderar miles de hombres en esa guerra civil particularmente horrible, poblada de saqueos, violaciones y degüellos. Logró una larga serie de victorias montoneras que lo llevaron muy al norte, hasta Curitiba, y luego en dirección a São Paulo, un Estado poderoso cuyas fuerzas al fin lo hicieron retroceder. 


Gumercindo fue herido de muerte en la batalla de Carovy, el 10 de agosto de 1894. Aparicio Saravia fue designado jefe de las raleadas tropas maragatas e inició la retirada hacia el sur, hacia Corrientes, Argentina, llevando el cadáver de Gumercindo, que fue enterrado en el cementerio de Caroy. Al llegar a ese sitio, las tropas gubernistas desenterraron el cuerpo, le cortaron la cabeza y desfilaron con ella como trofeo. 


Aparicio Saravia se convertiría en el último gran caudillo militar del Partido Blanco o Nacional de Uruguay. Con sus guerrillas a caballo lideró dos revoluciones a partir de 1896-1897, hasta que fue mortalmente herido en la batalla de Masoller, el 1º de setiembre de 1904.


Aún hoy, en Rio Grande do Sul, el término “maragato”, cargado de resonancias épicas, define genéricamente a los enemigos del poder central brasileño y a los secesionistas, que los hay (sus enemigos republicanos eran llamados “pica-palos” o “chimangos”). Los gaúchos “maragatos” estuvieron detrás del Partido Libertador, heredero de los rebeldes federalistas, que tuvo mucha influencia regional entre las décadas de 1920 y 1960.


Larga deriva simbólica hizo al fin aquella sola familia de Astorga que fracasó en ir a la Patagonia y en 1783 se instaló a orillas del río San José.

Próxima nota: La maravillosa vida de los albergues

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