Miguel Arregui

Miguel Arregui

Por el Camino de Santiago: sin dolor no hay gloria

De madrugada los peregrinos caminan juntos, como un ejército silencioso (nota V de la serie)
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05 de diciembre de 2018 a las 05:02

Los peregrinos caminan constantes por el Camino de Santiago francés, entre los Pirineos y Galicia. Son pacientes y sufridos. Muchos van ensimismados y otros alegres. Algunos, incluso, exhiben una sonrisa beatífica, propia de los santones o de los tontos. Unos cuántos renguean por las ampollas, los pies en llaga viva o por una rodilla maltrecha. Para ellos, sin dolor no hay gloria. Una parte quedará fuera de combate por las heridas o el cansancio y regresarán, vencidos, a sus hogares.

Algunos prefieren caminar de noche, alumbrándose con la luna o con linternas. La mayoría empieza a caminar de madrugada, entre las 5 y las 6, pues el sol a fines del verano sale después de las 8. Y cubren distancias de hasta más de 30 kilómetros por día. 

De madrugada, a la salida de los pueblos, los peregrinos caminan juntos, como un ejército silencioso y resuelto. Con las horas se van separando: los más fuertes sacan mucha ventaja y los más lentos se quedan atrás.

Los peregrinos parecen dóciles y rutinarios, cual fila de hormiga. Da la impresión de que si se alteran las señales y la cartelería que los guía, marcharían, muy ordenados, hasta un abismo, como conducidos por el flautista de Hamelín.

Los paisanos son muy gentiles y afectuosos con los caminantes, y los devuelven a la senda correcta apenas se apartan unos metros.

Muchos peregrinos son un tanto naif y un poco noveleros. Coleccionan sellos en su credencial, para probar que estuvieron, por ejemplo, en Redecilla del Camino, una ignota aldea de 100 habitantes.

¿Por qué trepan hasta la cima de casi cada monte, si hay un sendero más fácil por debajo? Pues porque son estoicos, algo masoquistas, y gustan de los símbolos, como una piedra, una cruz o una leyenda.

Encima de la sierra del Perdón, en Navarra, o de Cruz de Ferro, en León, montes que demandan un gran esfuerzo físico, no hay casi nada, salvo un parque eólico, unas esculturas en chapa o una cruz sobre un mástil. Pero para los peregrinos tienen un gran valor simbólico.

En Santo Domingo de la Calzada, La Rioja

En busca de no sé qué

 

Cada quien ve en el Camino lo que desea.

Muchos hablan de caminar para encontrarse a sí mismos, o para conocerse mejor, o para entender un poco más la vida que vivimos, como si esas cosas fueran posible.

Hay también un poco de histeria. Una sicóloga de bolsillo propone desde YouTube gritar para “limpiarse por dentro”; o reír o llorar en la cresta de un monte, sin importar lo que digan los demás. 

Pero parece que, efectivamente, el Camino, su gente y sus lugares, pueden producir llanto, al menos en cierta clase de personas. Hape Kerkeling, una estrella de la televisión alemana que escribió “Bueno, me largo”, un best seller sobre su viaje, cuenta que una holandesa le dijo en un bar de Grañón: “Todo el mundo empieza a sollozar de pronto. El Camino te lleva a ello en algún momento. Estás ahí, simplemente, y lloras. ¡Ya verás!” La peregrina holandesa había perdido a su hija, enferma de cáncer, dos años antes, después de intentar hacer el camino con ella sirviéndose de un burro.

Muchos caminantes andan por las suyas, y otros en grupos de afinidad: jubilados, ascetas, católicos fervorosos, ciclistas, compañeros de estudios, amantes, amigos, diletantes de arte, de arquitectura o de la historia. Muchos de ellos sienten que forman parte de algo grande e importante.

Abundan las parejas, desde jóvenes a ancianos, aunque muchas personas viajan solas, pues el ritmo y los intereses son asuntos muy personales. “Para mí el tiempo no cuenta: estoy jubilado”, me dijo un andaluz solitario. Para él la ruta es un ejercicio de soledad; la vejez es un pacto con la soledad.

En el monasterio de San Juan de Ortega compartí la mesa de la cena con tres jóvenes. Youngsun Chun, de Corea del Sur, caminaba sola, con una rodilla rota, y se instalaría en Madrid al finalizar el peregrinaje para aprender el idioma castellano. La encontré tres veces más a lo largo del Camino, siempre rengueando, siempre metódica. 

Igor, un brasileño de 35 años y empleado bancario, es pareja de Lenka, una checa de 27, quien se ocupa de marketing digital y contenidos para páginas web. Ambos viven en São Paulo. “Hacemos el Camino para conocernos mejor”, me dijo Lenka. 

Ciclistas sin cabeza

 

Los ciclistas pueden ser corredores enajenados. “Nosotros lo damos todo”, me dijo un español que hacía unos 150 kilómetros por día junto a su compañero. Sólo tenían unos pocos días libres e iban por ahí, como hormigas locas, sin ver nada.

Yo fui un ciclista lerdo aunque metódico, medio babieca. Me detuve muy seguido, para tomar fotos y notas, recorrer cultivos y aldeas o conversar con toda clase de personas. Hice un promedio de poco más de 50 kilómetros al día, nada despreciable si se tienen en cuenta la carga y el tipo de caminos. Me tomé un descanso de un día cada cuatro o cinco, para visitar algunos pueblos y ciudades y escribir mis artículos para El Observador

Muchos caminantes y ciclistas hacen llevar su carga de etapa en etapa mediante Correos u otros servicios similares, por lo que se mueven más rápido y descansados. También anticipan reservas en albergues o pensiones. 

Cargué siempre todo mi equipaje, en dos alforjas y una mochila. En realidad, no tiene mérito ni sentido alguno, pero lo hice, tercamente, como un desafío. 

El autor (al centro) con Sergio y Micaela Martínez, rumbo a Mansilla de las Mulas

Mi carga fue un tanto excesiva. Llevé muy poca ropa pero agregué mate, termo, yerba, una computadora, un cuaderno de notas y tres libros. La bicicleta cargada se mueve bien en el llano, después de vencer la inercia, y mucho mejor en bajada, aunque exige cautela. Pero en las subidas, que en el Camino de Santiago son muchas y empinadas, mi bicicleta reforzada de montaña, con su carga, pesaba como vaca en brazos.

Sergio, su hija Micaela y el pretendiente Julien vinieron desde Bilbao un fin de semana y me escoltaron en sus bicicletas entre Sahagún y Mansilla de las Mulas, dos preciosos pueblos de la provincia de León. Fueron compañeros entrañables. También compartí algunos tramos de ruta con otras personas. Pero en general preferí andar solo, a mi aire, y elegí posada en cada pueblo después de llegar, sin reserva previa, según mi ánimo y curiosidad. 

En una plaza de Ponferrada conversé con un grupo de cuatro ciclistas ruidosos, vestidos con ropas coloridas repletas de marcas y leyendas: se habían puesto encima cuanto chirimbolo se vende en las tiendas deportivas. Eran brasileños, por supuesto, y maravillosamente ignorantes de su entorno. Refulgían como una llamarada en medio de peregrinos vestidos con sobriedad, en tonos ocres, grises o azules. Su interés era hacer muchos kilómetros cada día, tomarse miles de selfies todas iguales y filmarse con GoPro. 

Diferentes miradas sobre lo mismo

 

Otras personas parecen saber muy bien dónde están, y qué buscan. 

Frente a la enorme catedral de Burgos conversé un rato con un matrimonio francés, sexagenarios en buen estado físico, amantes de la arquitectura y el arte sacro. Llevaban consigo “El desvío a Santiago”, una crónica de viaje del holandés Cees Nooteboom, que yo acababa de comprar. En 450 páginas ese poeta y ensayista erudito recorre media España y buena parte de su historia y su cultura antes de arribar a Santiago de Compostela. El matrimonio francés estaba entre sorprendido e indignado por los comentarios de Nooteboom sobre la catedral de Burgos. “Estás en el espacio amontonado por las masas, una caverna oscura con incrustaciones de oro, movimientos de gente por todos lados, un susurro agudo, ninguna elevación, aunque todo es suficientemente alto”, escribió el holandés, con cierta repugnancia. El matrimonio francés, sin embargo, veía en la mole una obra cumbre del gótico español, una extraordinaria belleza.

Yo no pude dejar de recordar una foto de Francisco Franco haciendo el saludo fascista en las escaleras de la catedral de Burgos. La hermosa ciudad castellana, también cuna del Cid Campeador, fue la capital de los “nacionales” durante la guerra civil española. Franco residió en el Palacio de la Isla, ahora sede del Instituto de la Lengua, y allí firmó el último parte del conflicto, el 1º de abril de 1939: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

Generación tras generación, los españoles erigieron una enorme huella de catedrales, iglesias, monasterios, conventos, ermitas, calzadas, puentes y albergues, para fieles y peregrinos en penitencia, de aventura o en busca de la eternidad.

 

Próxima nota: Burgos, una bonita ciudad; música y libros para el Camino
 

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