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Porque nunca es tarde: el desafío de terminar la escuela con 37 años

Una infancia problemática lo alejaron de las aulas; ahora, siendo adulto, volvió para cerrar esa etapa
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19 de mayo de 2019 a las 05:00

Cuando Luis Silvera recuerda su infancia la describe con una sola palabra: infierno. Trae al presente su pasado, cuenta todos los detalles, frena la conversación, llora, se toma un mate y continúa. Su impronta masculina –es corpulento y tiene una gran barba colorada- esconde historias de debilidades y fracasos que ahora, con el tiempo, ha logrado desafiar.

Recién había comenzado la escuela cuando sus padres se separaron y  su madre quedó sola a cargo de él y de su hermano. Los recuerdos que tenía de las cosas que veía en su casa eran más fuertes que la voz de sus maestras enseñando matemáticas, lengua y ciencias naturales. No importaban la túnica y la moña cuando la violencia y miseria que sufría pesaban mucho más.

Y por si sus problemas familiares fueran pocos, la escuela le generaba mucho rechazo en vez de ser el lugar de contención que deseaba encontrar en algún lado. El aula para él era una pesadilla.

Para peor, la dictadura recién había terminado y su padre –el que se había ido pero había estado presente en la escuela alguna vez- era coracero. Los dolores de la dictadura aún no se habían olvidado y, en este caso, la maestra se los descargaba con Luis y su padre “el milico”.

“Me acuerdo hasta el día de hoy de la maestra de segundo año, se llamaba Gladys y me hizo la vida imposible, solo porque mi padre era coracero. En aquel momento la escuela regalaba los championes Pampero y a mí me faltaban, y yo recuerdo que mi madre me dijo: ‘decile a la maestra que vos no tenés championes’. Y yo le dije a la maestra que no tenía championes. Y ella me dijo: ‘Y bueno, dígale a su padre el milico que le compre’, cuenta.

Y agrega: “De ahí en adelante mi paso por la escuela fue de lo peor”.

En su casa, mientras él en la escuela no lograba concentrarse porque extrañaba a su padre, su madre decidió juntarse con otro hombre que trabajaba en el Mercado Modelo. Ahora había un ingreso fijo en su casa. Pero los vicios volvieron a azotar a una familia que ya estaba en ruinas. “Ahí pasamos a otro infierno: al infierno del alcohol y de la violencia doméstica. Mi madre pasó las mil y una. Ella hizo todo lo que pudo para sacarnos adelante y alimentarnos", asegura.

Luis Silvera, el de ahora, con 37 años, casado, con dos hijos y una sonrisa fácil, cuenta cada detalle de un tiempo que lo marcó para siempre. Dice que un día su padrastro desfiguró a su madre, narra la noche en que llegó borracho y tiró toda la comida porque no le gustaba, cuenta de sus reacciones como niño y de cómo quería que todo cambie de una vez.  

“¡Con todo eso había que ir a la escuela! Y te podés imaginar: así es imposible rendir. Porque estás luchando porque tu padre te dejó, porque pasaste muchísima hambre y después te encontrás con un tipo que te llena la panza pero estás viendo como tortura a tu madre. Había que estar ahí. Yo no tenía interés ninguno. Yo lo único que quería era crecer y poder hacerme cargo yo de la situación, nada más”, rememora.

Así fue como a los 12 años dejó la escuela, en sexto año, porque para él era “como una cárcel” y comenzó a trabajar como caddie en el club de golf de Punta Carretas. A partir de los 14, se iba todos los años a Portezuelo (Maldonado) para hacer la temporada en el golf del Club del Lago. Pero en él había un peso de que algo le faltaba. Sabía que tenía que terminar la escuela.  

A los 15 se fue a anotar nuevamente, pero desistió al poco tiempo. “Yo ya estaba en otra. Con mis amigos andábamos en los bailes del barrio, no quería nada con la escuela, yo ya había probado otra cosa, ya andaba con mi plata, fumaba, con eso creía que era un hombre”, recuerda.

Era tal la dejadez que lo rodeaba que ni cédula vigente tenía. A los 15 años presentaba el único documento que tenía (la de bebé, cuando su madre se la sacó al nacer) diciendo siempre que se había olvidado o perdido la actual. Recién a los 17 se sacó una cédula por primera vez.

Silvera lo dice sin eufemismos: la única razón por la que no se suicidaba era porque quería seguir vivo para matar a su padrastro. “Yo se lo había dicho cuando era chico y golpeaba a mi madre: ‘yo voy a crecer y cuando crezca te voy a matar’”.

Pero su deseo de muerte se cruzó con el amor que le demostró “el líder de jóvenes de una iglesia evangélica”. Uno de sus compañeros del club de golf le “pesadeaba” para que fuera a las reuniones de la iglesia hasta que por la “desesperación” que tenía, se animó a ir. Allí recibió la contención que siempre había buscado y nunca encontrado.

"El líder de jóvenes este me adoptó como hijo, literalmente. Cuando sabía que las cosas estaban complicadas en casa, me llevaba para la casa de él. Y la hija de él, que era chiquita en ese momento, siempre decía que yo era el hermano, porque pasaba más en su casa que en otro lado. El fue el que hizo que me saque la cédula, después me insistió palo y palo con el tema de la escuela y todo", dice.

"Me empecé a juntar con otras personas, me ayudaron pila, en los consejos, en la contención. Yo te puedo decir que si no fuera porque tuve a esta gente al lado, yo no estaría hablando contigo hoy", agrega. Fue justamente en la iglesia donde conoció a quien hoy es su esposa y madre de sus hijos.

Pero el peso –y su rebeldía- continuaba allí: tenía que terminar la escuela y no quería. “Yo creía que no tenía que estudiar, tenía que trabajar y ya está. El problema era que no entendía que eso era pan para hoy y hambre para mañana”.

De los 12 a los 27 Luis Silvera siempre trabajó. A los 27 hubo un conflicto en el club de golf y lo echaron. Estuvo un año parado porque no encontraba trabajo por ningún lado. Después su vida laboral fue una secuencia de changas y trabajos discontinuos.

Hasta que consiguió un trabajo que le cambió la vida: en Tacurú, una organización salesiana de la Iglesia Católica, se lo conectó a un proyecto educativo laboral que habilita la Intendencia de Montevideo para que haga la limpieza de un centro juvenil. El trabajo, a diferencia de todos los otros que había tenido, era de solo 4 horas.

"Eso para mi señora fue ideal, ahí empezó: '¿Por qué ahora que tenés tiempo no vas a terminar la escuela?”

Y ya no le quedaban excusas. Ya no podía decir que lo iba a hacer más adelante o que no tenía tiempo o que no era importante. Tenía que terminar. Y lo hizo. Se anotó en el turno nocturno de la escuela Sanguinetti y comenzó. Sí, a los 37 años.

"Cuando llegué el primer día a la escuela fue terrible. Me hizo acordar a cuando fui con 15 años a tratar de terminar y no pude. Ahí caí en la realidad, en la precariedad de mi situación. Ahí te das cuenta que no eras tan fenómeno como te creías, ahí te das cuenta que te pasó la vida por arriba y ahora había que hacerse cargo", dice, a un año de haber dado el paso.

Ahora, con la Primaria completa y sentado en el salón de Tacurú (“una familia”, como le gusta decir a él) dice que todo esto le da una sensación de “por fin estoy haciendo las cosas bien”.

Cuenta como lo vivieron los hijos y la alegría que eso le generó. Dice que la repercusión con ellos “fue mortal”, que tenían notas promedio en la escuela y que luego, al ver el ejemplo de su padre, empezaron a subirlas, que todo fue muy positivo.

El pasado martes 7 de mayo en el cine Maturana, Tacurú hizo un reconocimiento a aquellos que integraron los proyectos educativos laborales. Entre ellos estaba Luis. Se pasó un video de él, se contó su historia.

Cuando volvía con su familia, en ómnibus, notó que su hija tenía la mirada clavada en él. “¿Qué pasa Belén?”, le preguntó. “No, nada papá, te miro nomás”, respondió ella. Él volvió a insistir: “¿Pero qué pasa?”. La respuesta de la niña le traspasó el alma: “Papá, estoy orgullosa de vos”.

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