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Presos, mano dura, mano blanda y el tiro por la culata

La ecuación más presos, en peores condiciones, sin la rehabilitación mínima que les permita volver a la sociedad y no volver a delinquir, es un peligro enorme para la misma seguridad que queremos mejorar
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17 de septiembre de 2023 a las 05:00

Uruguay está en el top 10 de presos por cantidad de habitantes en el mundo, pero no en el top 10 de delitos. Uruguay tiene cárceles con niveles de hacinamiento que llegan a superar el 100%, como se denunció hace pocos días ante la Justicia sobre la cárcel de mujeres. Uruguay aplica “mano dura” para delitos que podrían castigarse con penas alternativas, no solo para evitar el hacinamiento sino para reducir los efectos devastadores de la escuelita del crimen que es una cárcel hoy en día. Uruguay, además, es el país donde un narco logra conseguir prisión domiciliaria con informes médicos falsos (y luego se fuga) y donde la Justicia concede a otro narco el recurso de habeas corpus para que lo saquen de una cárcel de máxima seguridad.

Todos estos hechos son parte de un mismo tema, pero pueden resultar confusos y hasta contradictorios. Vamos por partes. Antes de que se armara lío por González Bica (el narco “enfermo”) y por el Ricardito (el narco encarcelado en un centro de alta seguridad que está aislado), cuatro operadores penitenciarios presentaron un recurso de habeas corpus por las condiciones de la Unidad N°5 del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), donde está la cárcel de mujeres. El juez Matías Porciúncula hizo lugar parcialmente al recurso porque entendió que en ese centro "hay hacinamiento, así como también falta de personal que pueda atender las necesidades básicas y seguridad".

En la cárcel de mujeres a veces hay un solo funcionario para atender un piso en el que viven 261 presas, muchas con sus hijos. En el mejor de los casos son tres o cuatro. El Ministerio del Interior apeló la decisión pero el juez la mantuvo, con lo cual ahora cuenta con menos de 45 días para presentar un plan de acción y realojar en tres meses los sectores de la cárcel de mujeres que superen el 120% de la capacidad real del edificio.

Ese nivel de hacinamiento se repite en las cárceles de hombres. A fines de 2022 había 30% más reclusos que cupos disponibles para ellos, según la estimación del Comisionado Parlamentario Penitenciario. Es decir, había 11.147 plazas para 14.501 presos. En 2023 ya hay casi 15.000 presos; al inicio de este gobierno estaban en el entorno de los 11.000, que ya era un número grueso y desproporcionado con la realidad de un país que no encabeza los rankings de inseguridad.

Eso es lo que tiene el miedo: nos mata el sentido común, nos hace mirar para el costado cuando creemos -tal vez con inocencia, tal vez con inconsciencia- que si está “adentro” estamos más seguros y no volverá a ocurrir.

Nadie en su sano juicio pediría que un narco de la talla de Ricardito o de tantos otros que están en la cárcel, sea dejado en libertad o acceda a penas alternativas. Ni que un asesino o un violador no esté donde debe estar: recluido. Pero todos los uruguayos deberíamos ser conscientes de que hay miles de presos que ahora viven en condiciones infrahumanas y que volverán a delinquir muy poco después de que sean liberados, que podrían ser recuperados o incluso no llegar a la cárcel y cumplir otro tipo de penas que, tal vez, los mantendrían más alejados del delito.

“El aumento del castigo a los infractores con penas de prisión, en cárceles deplorables, en lugar de un enfoque que priorice la rehabilitación, la prevención o la reintegración de los delincuentes a la sociedad, reproduce un espiral de violencia en los centros de reclusión, además de violar principios básicos de derechos humanos", dice un informe publicado este mes por Ceres.

Hay muchos uruguayos que se consideran defensores de los derechos humanos siempre que no sea en las cárceles. Hay otros que creen que una persona que cometió un delito no tiene derecho a derechos humanos. Lo que no terminan de procesar estos uruguayos, y los que piden más y más penas para intentar parar una inseguridad que siempre y lógicamente asusta, es que la ecuación más presos, en peores condiciones, sin la rehabilitación mínima que les permita volver a la sociedad y no volver a delinquir, son un peligro enorme para la misma seguridad que queremos mejorar. 

Por eso es que es esencial no confundir a un Ricardito o a un González Bica con todos los presos. Esos casos, y otros de gravedad, deben estar en la cárcel y tal vez incluso en las condiciones de aislamiento que impuso el Ministerio del Interior al primero, para evitar que siguiera coordinado a la organización que trafica droga pero que también coacciona y asesina.

Esta semana también se conoció otro informe oficial que confirma lo que se sabía sin números tan exactos. El primer informe de reincidencia penitenciaria en Uruguay alerta de que menos de un año luego de ser liberados, casi la mitad de los presos volverá a la cárcel. Más de la cuarta parte vuelve al encierro antes de los seis meses de su liberación. Casi la mitad lo hace antes del año y seis de cada diez antes de los dos años. En total, siete de cada diez personas que fueron liberadas, volverán a la cárcel. 

“Una buena proporción de la reincidencia se explica por delincuentes que cometen delitos de baja gravedad, pero que son numerosos (representan la mitad de los hoy presos en el país), que reinciden en un tiempo relativamente corto después de su liberación y con una cantidad de antecedentes penales bastante mayor al resto… como un círculo”, explicó el coordinador de Estrategias Focalizadas de Prevención Policial del Delito del Ministerio del Interior, Diego Sanjurjo. Por eso es que las penas más duras, como la que manda directamente a la cárcel a una mujer por ingresar marihuana en un centro de reclusión, no son la solución. Aumentar las penas es una lectura que “va en contra de la evidencia internacional” y de la capacidad del sistema de atender a esta población, advierte Sanjurjo.

Los que reinciden más son hombres menores de 35 años con penas cortas. ¿Acaso no volverían a delinquir si, en algunos casos, se les dieran penas alternativas que los mantuvieran lejos de una cárcel que, se sabe, es un centro de enseñanza de técnicas para delinquir más y mejor? Uruguay debe hacerse esa pregunta y debe analizar con seriedad alternativas al “marche preso” por cualquier delito. Uruguay debe, también, asumir que gastar más de los millones de dólares que ya se gastan en cárceles y reclusos, es una necesidad para al menos intentar cortar con el círculo vicioso de la violencia.

En el informe de Ceres hay un párrafo que resume bien la ceguera ya no de las autoridades ni del gobierno de turno, sino de una sociedad que prefiere señalar con el dedo y protestar, pero que pone el grito en el cielo si a algún político se le ocurre decir que hay que invertir más en cárceles y rehabilitación. “A Uruguay le cuesta asumir la preocupante realidad que se vive desde hace décadas detrás de los muros de sus cárceles. También reconocer plenamente que lo que acontece en el sistema penitenciario tarde o temprano se reflejará en la sociedad en su conjunto, si es que no lo hace ya”.

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