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Salvador Aguilar y el desafío de mantener vivo el oficio del afilador callejero

Tiene 61 años y hace décadas que recorre la capital y el interior con su carrito ejerciendo un oficio en decadencia
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13 de mayo de 2019 a las 05:01

Es un pitido agudo que, cuando suena, transporta. Tiene un efecto universal. Funciona como un canto que se escurre por todos los rincones de la ciudad. Es tan inconfundible que, de tanto en tanto, cuando se inyecta en la banda sonora de Montevideo, es de los pocos silbidos que logra pinchar la burbuja de los transeúntes.

“Mirá, un afilador”, se sorprenden y comentan al pasar los que llegan a verlo andar por la calle tirando de un carrito marrón oscuro tapizado de calcomanías. La mayoría de las veces las palabras vienen cargadas de una nostalgia bastante feliz que arrastra a una época donde Montevideo todavía era un pueblo con delirios de ciudad.

La armónica del afilador es un sonido que llega desde otro tiempo. Uno en la que la artesanía todavía les daba pelea a las máquinas. Y ganaba. 

Hace cuatro décadas que el que hace sonar la armónica por las calles de Montevideo es Salvador Aguilar.

“¿Alguna vez conociste a un hombre de mundo?”. La entrevista empieza al revés, con una pregunta suya. Aguilar –61 años, estatura media, cejas oscuras, pelo blanco, chaleco beige impoluto, camisa clara, sombrero de ala corta que remata un pinta tana– es de los últimos afiladores que quedan en Montevideo. Él dice que es el último y que a veces en verano se ven algunos otros que llegan desde Argentina en bicicleta.

El afilador hace la pregunta porque sus dos oficios, los cuchillos y arreglar paraguas, lo llevaron desde su casa en el barrio Buceo hasta Pelotas, en Brasil, pasando por todo el interior uruguayo en una serie de giras en las que fue y volvió tantas veces que ya no las puede contar. También conoció a su esposa brasileña, tuvo un hijo, dejó de afilar, se volvió un guardia de seguridad, abandonó, escribió un libro, pintó muchos cuadros y volvió a afilar en Montevideo, la ciudad que –más allá de ser un hombre de mundo– le enseñó todo lo que sabe. 

Acá, allá y en todas partes

Aguilar tuvo una infancia difícil y cuando habla de ella es el único momento en el que pierde la picardía. Su madre vivía en Piedras Blancas y era empleada doméstica en una casa en Buceo. Apenas nació, Aguilar fue adoptado por los patrones de su madre que no podía hacerse cargo de él. Lo criaron sin decirle que era adoptado y cuando se enteró, a los 9 años, abandonó su casa. “Criarte pensando que tus padres son tus padres y después darte cuenta de que no, genera un efecto colateral en vos que te hace cambiar”, cuenta.

Vivió en la calle un tiempo. Vendía lo que podía arriba de los ómnibus y también lustraba zapatos. No terminó la escuela y no se arrepiente, pero admite que algunas cosas que hizo y que le pasaron en aquel entonces no fueron necesarias. Aunque sí aprendió, aprendió lo suficiente para sobrevivir.

Prefiere no aclarar mucho más, pero un tiempo después volvió a su casa. En ese lapso fue que conoció a un afilador del que recuerda muy poco y que le dio la idea para empezar a probarse en el oficio. Arrancó con los cuchillos de su casa, luego pasó a las tijeras y cuando le agarró la mano empezó a ofrecerle el servicio a los vecinos de la cuadra, que todos los días le llevaban alguna que otra cosa para que el adolescente afilara. 

“Me ejercité solo, me gusta mucho el oficio”, explica. En el medio aprendió a arreglar paraguas y aprovechó los últimos coletazos de una práctica callejera que ahora es prácticamente inexistente con el objetivo de juntar dinero y empezar una vida más o menos independiente.

Cuando tuvo la técnica pulida, Aguilar comenzó a salir por las calles de Montevideo con un maletín y tocaba puerta por puerta. Eran otros tiempos y eso todavía era una posibilidad. Aprendió a trabajar con alicates, maquinaria de carnicería e instrumentos quirúrgicos, aunque de esos ya no afila muchos. Cuando su negocio empezó a prosperar armó un carrito de madera sobre el que pintó “Afilador” en gruesas letras blancas y con el que perfeccionó su equipamiento. Es el mismo carrito que tiene hasta el día de hoy solo que anda un poco más baqueteado. 

Sin embargo, lo que de verdad transformó su emprendimiento fue la armónica. Antes las repartían hasta en la sorpresitas de los cumpleaños, pero ahora cruzarse con una es cada vez más raro. Por eso Aguilar siempre tuvo la misma. Se la regaló un colega que le dijo lo siguiente: “Mirá, con esto sí vas a hacer dinero”. El afilador dice que aquel hombre estaba mirando al futuro, no se lo dijo con esas palabras, pero hoy puede verlo así. “Si yo anduviera como andaba antes, golpeando puertas, no tendría más trabajo. La gente responde enseguida con la armónica porque es un sonido tradicional que entra en todos lados”, cuenta y apoya la mano sobre el pequeño instrumento de plástico color pastel que le cuelga del cuello a la altura del estómago con una gruesa correa de hilo. Hará algunos años que Aguilar perdió la armónica y cuando la recuperó dijo que nunca más la perdería de vista.

De conquistas y supersticiones

El barrio de la ciudad en el que Aguilar más trabaja es Pocitos, aunque también fue el que más tiempo le llevó conquistar.

“Se fijan mucho en las apariencias. Yo andaba con barba y eso y me tuve que empezar a arreglar. Entonces ahí sí empezó a funcionar, hay que andar bien fachero”, cuenta. Y agrega que, igual, su trabajo tiene mucho de suerte: “De repente agarrás para un lado en una esquina y los clientes están para el otro”.

Luego de años recorriendo Montevideo, el afilador hizo una selección y hoy no se mueve mucho más allá del Centro, Pocitos y Buceo. No solo porque consigue más afiladas por cuadra –es el único lugar en el que no le preguntan ni el precio del servicio–, sino porque el físico no le permite seguir más allá. Todos los días, a eso del mediodía, el hombre camina con su carrito desde la pensión en la que vive con su familia por la zona de Tres Cruces hasta el corazón de Pocitos, recorre y en la nochecita vuelve. Cuando llueve o se le hace muy tarde, intenta dejar el carrito en algún taller mecánico, en una estación de servicio e incluso en una casa de familia para poder volver en ómnibus. 

La cantidad de clientes por jornada varía, en promedio son diez que le dejan una ganancia de $ 1.500 por día.

Igual los peores momentos no son en los que no consigue clientes, sino los que se cruza con un supersticioso. La tradición empezó en España y viajó hasta México para luego extenderse por todo el continente. La leyenda dice que escuchar el sonido de un afilador es mala suerte. Está asociada con los antiguos gitanos que pasaban por los pueblos con su cartera de oficios, estaban unos días y las malas lenguas aseguran que robaban. Por culpa de esto, Aguilar ha visto gente que al verlo pasar corre a tocar árboles para limpiar el supuesto mal agüero que carga su presencia. También le tiraron agua desde la ventana de un edificio. Algunos días lo agarran de buen humor y hasta bromea con la superstición que le atribuyen los cuentos. “Mire, señora, que yo no tengo la culpa de nada, la vida no va a mejorar si usted no hace nada”, le dijo a una vecina una vez que lo miró con mala cara.

Pero lo que de verdad le preocupa es poder dejar su oficio en herencia. El hombre va a trabajar “mientras la vista y el físico aguanten”, pero ya se está preparando para otras cosas. Ahora prefiere invertir su tiempo en el arte y quizá dedicarse a eso en algunos años. “Me gustaría enseñar, lo que pasa es que es muy difícil. Nadie se anima”, cuenta. Si nadie continúa una vez que Aguilar ya no esté, la armónica del afilador dejará de sonar por las calles de Montevideo. 
 

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