Eduardo Espina

Eduardo Espina

The Sótano > OPINIÓN

Una mala cantante en el lugar equivocado

La corrección política volvió a hacer de las suyas en el mundo de los premios artísticos
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13 de febrero de 2019 a las 05:00

Desde la aparición del cable y del satélite, la televisión estadounidense se ha estado haciendo la América con la programación que vende al exterior durante las finales en las principales ligas deportivas de ese país: la NFL (fútbol americano), la MLB (béisbol), NBA (básquetbol), la NCAA (finales de básquetbol universitario que comienzan en marzo, y acaparan la atención de más de un uruguayo, tal como me lo han comentado por escrito), la NHL (hockey, que fascina a los países europeos situados en la franja de la nieve y del hielo), y más recientemente la MLS (fútbol o soccer). A cada una le toca su momento en forma muy coordinada a lo largo del año. Y cuando no hay balones yendo de un lugar a otro de la cancha, hay otro tipo de competencia para paliar la ausencia deportiva; las que tienen que ver con alguna disciplina artística.

Tenemos los premios Emmy (televisión), los Grammy (música) y los Oscar (cine). Lo mismo que ocurre con los deportes, cada uno recibe su momento de atención multitudinaria. Quiso el calendario o la coincidencia, que febrero se haya convertido en mes de premios. El domingo tuvimos el Grammy, y el próximo 24 toca el turno al Oscar. En cuanto a entretenimiento puro, el primero es mucho más eficaz que el segundo, ya que últimamente el gran premio de la industria cinematográfica se ha convertido en la pasarela de la idiotez colectiva vestida de frac y escotes anchos. Es difícil encontrar otro momento televisivo a lo largo del año en el que se digan tanta idioteces juntas y en tan poco tiempo a raíz de una estatuilla que es de oro solo por fuera.

La ceremonia de los premios Grammy, porque tiene música, porque los músicos son más creadores que los actores (y que la mayoría de los directores), y porque la vida sin música no sería lo que es, resulta la más atractiva, interesante y valida de todas, también por el contenido de entretenimiento que presenta. Además, tiene un aspecto que la distingue y la hace superior a la del Oscar, infumable a más no poder desde que se ha convertido en palestra para la corrección política. La ceremonia de los Grammy tiene mayor pluralidad en todos los aspectos, no solo estético.

Tanto puede ganar un cantante negro de rap (aunque el verbo cantar no sea el correcto) y que odia al presidente de su país, a la policía, a los políticos, es decir, a todo lo que se pueda odiar y se ha considerado status quo, como también puede ganar un cantante country que por toda su vida ha estado afiliado al partido republicano y que no tiene el mínimo interés en convertir a su música en vehículo de protesta política.

Extrañamente (o no tanto) los artistas conservadores en cuanto a ideas políticas, son hoy los perseguidos. Vean sino el caso de Clint Eastwood, a quien por ser republicano lo han marginado de los Oscar, nominando en su lugar a una cantidad de oportunistas que han tratado en sus filmes temas políticamente correctos, de los que hay que hablar aunque no haya nada para decir. La nuestra califica para ser una de las peores épocas de todos los tiempos en cuanto a prejuicios.

La ceremonia de los Grammy del domingo pasado tuvo momentos con entretenimiento de primer mundo (mental), como el homenaje que se le hizo a Dolly Parton, una de las grandes cantantes y compositoras de nuestra época. El tributo a la estrella cuya música desafía las categorías –aunque haya sido encasillada dentro de lo “country”–, fue sin dudas, y por lejos, lo mejor de la noche. La versión que hizo Little Big Town, un grupo al que hay prestarle atención, del tema 9 to 5, el gran éxito de Parton,estuvo por encima de las circunstancias.

Con eso, y luego la notable participación de Brandi Carlile, la noche podría haberse dado por cumplida. Fueron dos momentos deslumbrantes. Aunque estaba nominada en las dos principales categorías, Best Album y Best Record, Carlile no ganó. Sin embargo, ha demostrado con creces, continuidad, y letras de profunda poesía, ser una de las mejores artistas de nuestra época. Hace música de la que no pasa de moda, y que es un antídoto de inteligencia y belleza para los devaluados tiempos en que reina el monótono hip hop y el aún más monótono reggaetón.

El dúo de Dua Lipa y St. Vincent no estuvo mal, tuvo plasticidad y ritmo, pero pecó de lo que pecan casi todas las presentaciones musicales en estos días: hubo más envoltura que contenido; más distracciones que aspectos memorables. Casi todos los participantes en la larguísima ceremonia (el Grammy y el Oscar son maratones que ponen a prueba la paciencia del televidente y la eficacia del control remoto) estuvieron dentro de lo esperable, salvo una que se destacó por lo desastrosa que fue.

La presentación de la insoportable y banal Jennifer Lopez (ahora americanizada como J Lo) fue lamentable desde todo punto de vista, sobre todo el artístico, haciendo añicos la lógica del criterio y del sentido común. Porque, ¿qué sentido tuvo que una cantante puertorriqueña de medio pelo para abajo, interpretara algunos clásicos de la música soul estadounidense proveniente de Detroit? Un horror completo que ni siquiera la calidad de las canciones interpretadas logró atenuar. A JL las canciones le quedaron grandes, por lo que el medley terminó siendo un mamarracho interpretado por una atrevida, ataviada para el cabaret, no para homenajear a la música que viene del alma.

En tiempos de alta mediocridad, en que para no quedar mal hay que satisfacer la cuota racial, pusieron a una mulata latina en la parte central del show, solo para proyectar la idea de inclusión étnica. Solo por eso, no porque la artista lo ameritara o tuviera el talento suficiente como para sortear la prueba con nota óptima. Nada peor que cuando el arte debe arrodillarse ante la corrección política para complacer las apariencias.

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