Eduardo Espina

Eduardo Espina

The Sótano > OPINIÓN

La enfermedad y la celeste

El fútbol puede brindar más alivio físico que el antibiótico de mayor potencia y, además, no tiene efectos secundarios nocivos
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19 de junio de 2019 a las 05:02

Dos semanas atrás llegué a Santiago, Chile, a dar un curso a casi 30 estudiantes universitarios avanzados, en otras palabras, todos con uso racional de la inteligencia y con ínfulas y ganas de llegar algún día a ser genio. La juventud ha sido hecha para soñar en grande. La vida se encargará luego de decir si triunfan los anhelos, o el destino les lleva la contra.

Sin embargo, a pesar de las propicias circunstancias intelectuales, motivadas precisamente por la motivación de los jóvenes, apenas he podido funcionar. Un virus o infección broncopulmonar se ha metido en mi organismo de manera feroz, responsabilidad directa de una ciudad extremadamente contaminada y con neuróticos cambios de temperatura. 

Aquí yo no podría vivir, y menos resistir. Sin el pampero que cada tanto venga a limpiar no podría. He visto a varios médicos y ninguno le pega con la cura: he pasado de los antibióticos a los antivirales sin que la solución al problema, hasta ahora, llegara.

Un facultativo en la sala de urgencia, la tercera vez que la visité, me dijo que la lucha de mi cuerpo contra lo que sea, puede durar semanas. Varias semanas enfermo puede significar el infinito en tiempo humano. Lo bueno de todo esto, porque incluso en las peores circunstancias debe haber un pequeño resquicio para encontrar algún gramo de luz, es que no estoy solo en este ya insoportable padecimiento que me impide dormir de noche por la falta de aire: como yo, hay miles de chilenos sufriendo el invierno y su haz de enfermedades a todo dar.

El invierno santiaguino es tan generoso, que hay enfermedades de la estación para todos los gustos, siendo las principales y de mayor popularidad: la influenza, la neumonía, o el virus sincicial. Si es este el que tengo, mi cuerpo habrá conocido algo por primera vez. En medio de este padecimiento convertido a rápidos pasos en tortura, en estas últimas dos semanas solo encontré noventa minutos de paz física y mental.  Fue una hora y media de alivio, que me permitió olvidarme de mi propio cuerpo y de vivir por un rato para fuera, en el centro mismo de los acontecimientos. Noventa minutos que generaron gran alivio, el cual, dadas las circunstancias, fue un alivio sublime. Fue el tiempo (con el tiempo agregado) en que Uruguay estuvo en la cancha contra Ecuador.

El momento, lo visto en la cancha, me trajo el recuerdo de casi un año atrás, cuando en la misma habitación vi el partido de Uruguay contra Portugal y pensé, convencido, de que no era imposible llegar a la final, pues se había derrotado a un notable rival, y jugando a nivel mundialista. Después vino la lesión de Cavani y la amarga certeza de que el destino había elegido dejarnos fuera. El domingo de noche contra Ecuador regresaron esas vibraciones, sensaciones y percepciones extrañas, a las cuales, quienes tenemos más años, aunque no tantos, no estábamos acostumbrados. Esto es, ver a Uruguay ganar y jugar bien. El domingo hubo momentos en que jugó notablemente bien.

Los diarios chilenos del lunes presentan a Uruguay como favorito para salir campeón y afirman que es la selección que mejor ha jugado. Los únicos pronósticos acertados son los que adivinan el pasado. Por lo tanto, es imposible garantizar con mínima chance de error que la celeste volverá de Brasil con otra copa, pues lo más seguro del futuro es que nadie sabe. Sería fabuloso tener otro trofeo en la vitrina de la AUF, porque la copa América es la copa América. Es lo más americano que hay en deportes.

Sin caer en “pronostiquismos”, algo se impone. Hay oncena y suplentes como para aspirar al premio mayor. Pero no solo eso, y he aquí el punto central de este comentario: los futbolistas uruguayos que juegan en Europa han alcanzado una técnica engarzada con precisión que era infrecuente en nuestros futbolistas, caracterizados más por su fuerza y garra que por demostrar un desplazamiento de relojero en el perímetro de juego, claro está, salvadas las grandes excepciones, de Juan Alberto Schiaffino para atrás y para adelante, Pedro Virgilio Rocha y Diego Forlán, quienes a lo largo del tiempo nos dieron mundiales, juegos olímpicos y clasificaciones a mundiales que parecían imposibles.

Conviene rescatar un pequeño detalle, pues el fútbol son los mínimos hechos que suceden en la cancha cuando la rutina se convierte en magia inaudita y pocos le prestan atención. En un momento del primer tiempo, Matías Vecino, jugador al que muchos tienen por luchador, pero tosco, robó una pelota con impresionante técnica; hizo una pausa con amague, el ecuatoriano que lo acechaba quedó perdido y siguió de largo, mientras Vecino cambiaba de banda, hacía otra pausa, y daba un gran pase cambiado.  ¿Cómo pudo ser posible?

Fácil de responder: porque Vecino juega en el Inter, donde es titular, expuesto semanalmente a mayores niveles de competitividad, en el Inter de Milán, que comenzará la próxima temporada con el plan de salir campeón de la Serie A. Vecino ha ido puliendo una técnica de ligas mayores, se está haciendo un jugador premium, alcanzando eso que en cualquier disciplina se llama, “dominio de una técnica a escala de mayor competitividad”.

Si alguien quiere perfeccionar sus aspiraciones de convertirse en genio de la tecnología, de la medicina, de lo que exija conocimiento innovativo, debe irse a Estados Unidos. Y si quiere ser futbolista de primer rango mundial, debe jugar en Europa. Son dos de las verdades irrefutables de los tiempos actuales. Ver jugar a la celeste con una técnica del primer mundo europeo brinda una rara felicidad, desconocida, exótica incluso. Y, claro, obliga a soñar, aunque los sueños, sueños sean (por ahora) y los rivales vayan a ser más difíciles. 

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