“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás”. Esto fue lo que, según La Biblia, le dijo Dios a Adan cuando descubrió que se había comido el fruto prohibido del Paraíso.
Y le dijo muchas otras cosas pero, de lo que no hay dudas, es de que no tenía ninguna gana de premiarlo por su impostura. Es decir, desde el punto de vista de nuestra civilización judeocristiana el trabajo es, primero y antes que nada, una maldición bíblica.
Y el castigo divino tiene sus razones aunque la tribuna se encargue de reivindicar el trabajo como si fuera una de las bellas artes. Por supuesto que el trabajo dignifica; por cierto que es la mejor forma de ganar plata; no hay discusión posible acerca de que uno debe dar lo mejor de sí en su oficina, en su fábrica o en el lugar más perdido de los caminos de la patria.
Pero parece exagerado sentirse mancillado porque al presidente José Mujica se le ocurrió decir que a los uruguayos no les gusta matarse laburando. Las protestas airadas anclaron mayormente en argumentos tales como “usted es una atrevido; yo me levanto a las ochos de la mañana todos los días”.
Otros se enojaron por la infamia presidencial y anunciaron su espíritu laborioso a través del tuiter, ese lugar de las redes sociales en el que se pasan todo el día ejerciendo un empleo inexplicable.
Por cierto que en una sociedad en la cual la inestabilidad laboral es cosa de todos los días, tener trabajo es una bendición. Pero el trabajo también puede ser una peste que nos impida ejercer el tiempo libre. No estoy hablando del trabajo que nos gusta hacer. Esas tareas no nos hacen transpirar o, si lo hacen, es para nuestro mayor gusto.
Hablo del trabajo en serio, intensivo e inevitable. Ese que nos saca tiempo para leer, para jugar o para hacer el amor y nunca lo devuelve. Ese trabajo es una porquería. Y si hay uruguayos a los que les tiran más las vacaciones que el pico y la pala es porque todavía están sanos en medio de estos días cada vez más vertiginosos.
Por eso, tal vez no sea tan grave eso de reivindicar aquello de ocho horas para trabajar, ocho horas para descansar y ocho horas para hacer lo que nos venga en gana.
Quizás esa división sea una de las pocas cosas que nos convierten en mejores personas que los chinos o los japoneses siempre dispuestos a suicidarse en el altar de una falsa cultura del trabajo que, finalmente, les devora la vida sin darles derecho ni siquiera a un pedacito del paraíso perdido.
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