Leonardo Pereyra

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Tres botellas de vino caro, las tarjetas corporativas y la austeridad perdida

En la actividad pública, el diablo también está en los detalles
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21 de noviembre de 2017 a las 05:00

Dicen que el diablo está en los detalles. Es en las pequeñas cosas de su físico o de su indumentaria donde es posible detectar la presencia del demonio en una persona que, a simple vista, nos resulta del todo humana. Una solapa más ancha que la otra, un prendedor fuera de lugar, un pelo solitario que surge de una cara lampiña son las minucias que, dicen, nos permiten delatar al diablo que, se sabe, no anda por ahí oliendo a azufre ni con un tridente en la mano como para que lo podamos identificar sin dificultad.

En asuntos menos demoníacos, también los detalles muchas veces nos permiten develar una conducta que, en apariencia, no tiene nada de anormal.

Por ejemplo, este sábado El Observador publicó una nota sobre el gasto de las tarjetas corporativas en algunas dependencias estatales. Es preciso recordar que esas tarjetas deben ser usadas por los jerarcas en asuntos que tengan que ver con su función específica, so pena de que le ocurra lo que le ocurrió al vicepresidente Raúl Sendic que tuvo que renunciar por haber comprado, entre otros objetos, un short de baño en el balneario La Paloma a un costo de poco más de mil pesos, amén de otras adquisiciones menores en free shop.

Entre los gastos anoticiados por El Observador aparece una cena protagonizada el 17 de marzo de 2012 por el entonces presidente del Banco República, Fernando Calloia, y otros cinco comensales de quienes desconocemos su identidad. En la boleta no aparece ninguna irregularidad y, como no conocemos las razones de la cena, deberíamos defender la honorabilidad del funcionario que decidió gastar en ella $14.410 pesos (unos $20 mil pesos a valores actuales) pertenecientes al Estado.

Imaginemos el mejor escenario para justificar este gasto que, a simple vista, parece abultado. Imaginemos que Calloia debía agasajar a cinco empresarios extranjeros para convencerlos de que Uruguay es el mejor país para hacer negocios.

Conjeturemos que Calloia pensó en un primer momento en llevarlos a comer a un restaurante con precios módicos para ahorrarle plata a un Estado uruguayo que no está en condiciones de tirar manteca al techo. Pero, sigamos conjeturando, Calloia pensó, acaso con razón, que a los inversores había que llenarles el ojo y, entonces, con dolor en el alma, resolvió organizar la cena en el coqueto restaurante la Casa Violeta de la rambla del Buceo. Más precisamente, contrató un "salón vip" para concretar el encuentro.

Puestos a comer, Calloia tal vez eligió un plato no demasiado caro, pero se abstuvo de cometer el mal gusto de andar vigilando y poniéndole límites a lo que comieron sus compañeros de mesa.

Sin embargo, el diablo, o más precisamente ese detalle que nos indica que algo no anda bien, metió la cola a la hora de elegir las bebidas que los mozos les llevarían a la mesa.

Al parecer, cuando abrieron la carta de vinos, se terminó la austeridad republicana que se había practicado hasta ese momento. El funcionario público pareció olvidarse de que el costo de las copas del brindis lo iban a pagar todos los uruguayos y, en lugar de recomendar un vino decente pero de precio moderado, mandó la vuelta a nombre del estado con tres botellas de tinto a un costo de $1.400 pesos cada una (unos $2.000 de hoy).

¿Con qué necesidad? ¿el supuesto negocio se jugaba en esas tres botellas de vinos caros? ¿es necesario que cada vez que un político elija beber en una cena pagada por los contribuyentes pida lo más granado de las vendimias uruguayas?

Se dirá que unos miles de pesos más o menos no le van ni le vienen al Estado. Pero, como suele decirse, no es el hecho sino la actitud. No es necesario que los funcionarios tomen vino en caja cuando tienen que pagar con el dinero de todos. Simplemente se les reclama, como nos aconsejan desde el Estado en cada botella de alcohol, que beban con moderación. Porque también en esas pequeñas actitudes se juega el buen nombre de una clase política que, a saber por la poca credibilidad que le otorgan las encuestas, no está como para darse el lujo de andar celebrando con la copa alzada.

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