Gerardo Otero y Julio Chávez en Red

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No entendieron: no era una comedia

Julio Chávez estuvo en Montevideo protagonizando Red, la obra escrita por John Logan, donde el actor argentino encarna al pintor Mark Rothko: a pesar de los tintes de drama, el público pasó a las risas
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22 de mayo de 2015 a las 19:45

John Logan es un dramaturgo versátil, ecléctico. Lo mismo escribe un guión ambientado en la antigua Roma –como en Gladiador– como una animación digital protagonizada por un camaleón, como en Rango. De esa misma cabeza creativa salieron las historias de los últimos guiones de la saga de James Bond, la adaptación de Coriolanus de Shakespeare dirigida por Ralph Fiennes, Sweeney Todd, de Tim Burton, y de El aviador, de Martin Scorsese. Basta repasar la lista para entender que Logan es el verdadero camaleón.

El fin de semana pasado se presentó en Montevideo la obra de teatro Red, protagonizada por el actor argentino Julio Chávez. Allí, Logan pone en el escenario frente a frente a Mark Rothko, un veterano pintor abstracto de origen judío que había llegado de Rusia, y a un tierno ayudante joven que debe soportar la tormenta verbal de la estrella de la pintura moderna.

La obra gira en torno al destino de los artistas, a los objetivos que debe cumplir un pintor que se precie, discute el valor de la mirada y de la interpretación de lo que se ve. Esto se vuelve un desafío especial ante las obras de Rothko, porque muchos de sus cuadros, que organiza en series, se dividen en mitades de capas de color superpuesto, rojas y negras muchas de ellas, o con la variante de una línea de otro color (a veces, blanca, a veces, magenta) que las divide e irremediablemente también las une.

Además, sobrevuela toda la obra el dinero, el valor del arte, la ética del artista frente a lo material y la obsesión por el futuro, sobre si las obras soportarán el paso del tiempo y las modas.

El rojo del título está presente como signo de la vitalidad, de la pasión y de la energía, pero a la vez de la langosta, de la sangre, de Satán. En una de las escenas más contundentes de la obra los dos personajes intercalan los diferentes tonos de rojo que se les ocurren en un duelo donde cada palabra es un trazo de personalidad, un sustantivo y también una marca sobre quien lo saca de adentro y perfila su sensibilidad.

Las fuerzas y las pulsiones que conviven dentro de Rothko explotan en sucesivos diálogos sobrecargados, contradictorios y envolventes, con su pupilo, y en pinceladas gruesas y de brocha amplia sobre las telas.

Todo esto estuvo sobre el escenario desde el disparo inicial, cuando desde la oscuridad rojiza de una iluminación exacta Rothko mira al público y al mismo tiempo a un cuadro invisible entre su cara y el público y pregunta al vacío: “¿Qué ves?”.

El problema es que la gente que acudió al Teatro Solís de forma masiva no iba a ver a Rothko y sus demonios en escena, sino a ver a Julio Chávez, un actor casualmente también de origen judío como el pintor, y que utiliza como seudónimo el mismo apellido del exboxeador mexicano y de un expresidente venezolano.

La gente fue a ver al personaje televisivo de Chávez, el que conocen por la serie Farsantes. Y, vaya a saber por qué primigenio reflejo, predispuesta a reírse. La obra, en el abanico de emociones que toca en el cambio de roles entre maestro pintor y alumno tiene algunas tramos jocosos, irónicos y hasta sardónicos por parte de Rothko (y el remarque en la entonación porteña de Chávez propician el momento de comedia), pero al público le daban gracia los momentos más dramáticos con igual indiferencia. Rothko se enoja con las percepciones del arte moderno del ayudante y le tira los pinceles por la cabeza: la gente se reía. Insulta porque los artistas pop, como Andy Warhol, le ganan terreno: la gente se reía. Echa a patadas al principiante de su taller: la gente se reía.

El efecto de distracción fue mayúsculo. Más allá de esto, el histrión verborrágico de Chávez salvó la noche, frente a una floja actuación de su partenaire, Gerardo Otero. La descarga emocional se nota en la cara de Chávez, que luego de más de un hora de lucha cromática, generacional y existencial, culmina en escena con la cara encendida de lágrimas, que se mantienen en su rostro luego de que se prenden las luces y la gente lo aplaude de pie.

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