Opinión > EDITORIAL

Una realidad que duele

Por más buenas intenciones de los gobiernos de turno, es imposible ver resultados de un sistema carcelario en crisis
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12 de agosto de 2019 a las 09:29

A juzgar por el estado terrible de las cárceles, nos parece que Juan Miguel Petit, el comisionado parlamentario para el sistema penitenciario, ha tenido una actitud más que mesurada. Las dolorosas consecuencias que tiene la pobre infraestructura física y de recursos humanos en los locales de reclusión podrían prestarse para hacer un escándalo público, a lo que tampoco se ha prestado la oposición.

Estamos tan acostumbrados al deterioro penitenciario, que solemos olvidarnos del motivo central que debería perseguir un juez cuando dictamina que una persona debe perder el derecho a la libertad por haber violado principios sagrados de convivencia, naturales a un estado de derecho. Es una medida extrema que nos despoja de la autodeterminación, una condición inherente a la especia humana.

El numeral cuatro de la llamada Reglas Mandela –un conjunto de medidas que promociona las Naciones Unidas para el tratamiento de los reclusos– es un recordatorio permanente del propósito que persigue el encarcelamiento como sanción: “proteger a la sociedad contra el delito y reducir la reincidencia”.

Y solo son posibles esos objetivos “si se aprovecha el período de privación de libertad para lograr, en lo posible, la reinserción de los exreclusos en la sociedad tras su puesta en libertad, de modo que puedan vivir conforme a la ley y mantenerse con el producto de su trabajo”. Para ello, dicen las Reglas Mandela, durante la reclusión se “deberán ofrecer educación, formación profesional y trabajo, así como otras formas de asistencia apropiadas y disponibles, incluidas las de carácter recuperativo, moral, espiritual y social y las basadas en la salud y el deporte”.

No son recomendaciones solo de orden moral –en el sentido del respeto a la dignidad de todos los seres humanos– sino también de orden sociológico para evitar que se repitan conductas que dañan la convivencia y el sano tejido social.

Hace demasiado tiempo que los centros de reclusión de Uruguay no cumplen con los cometidos que plantea las Reglas Mandela; desde hace demasiado tiempo son un recinto donde ocultamos un enorme drama que enfrentamos como sociedad que tarde o temprano nos estalla en la cara.

Por más buenas intenciones de los gobiernos de turno, es imposible ver resultados de un sistema carcelario en crisis. Y eso es lo que no parece entender el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, cuando habla del tema en la prensa o cuando critica a Petit porque considera que ventila información inconveniente sobre la enorme cantidad de apuñalados y autolesionados en el antiguo Comcar, como si algo cambiara por una decena más o menos de hechos violentos en el recinto penitenciario.

Es una quimera creer que es posible que un preso logre reinsertarse luego de cumplida la pena, si la “recuperación” se desarrolla en condiciones de hacinamiento, en un ambiente muy violento, de graves problemas sanitarios, de consumo de drogas, de una vida ganada por el ocio, sin programas educativos y sin actividades laborales (excepto en el penal de Punta de Rieles).

Los datos acerca de los reclusos reincidentes son la comprobación de que la cárcel es una potente fábrica de delincuentes, que refuerza la vida al margen de la ley.

El fracaso carcelario de hoy nos habla a las claras de la inseguridad pública del futuro. 

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